En los primeros 29 minutos la paliza ya era histórica. Las caras de los aficionados brasileños lo decía todo, estaba protagonizando un ridículo sin precedentes en una instancia tan importante en una Copa del Mundo.
Toda Brasil llora, y llorará por muchos muchos años.
El día más triste de Brasil
Por Gustavo Gómez
De todos los días tristes que ha tenido el fútbol de Brasil, ayer fue el más triste. Y nada es más triste que el día más triste. Y en un país donde el fútbol no es juego sino religión, espíritu, columna vertebral y aliento nacional, el día más triste del fútbol es el día más terrible, devastador, apabullante, demoledor e insoportable de todos.
Brasil es alegría. Desde su bandera, festiva, verde y amarilla, hasta el más insignificante de sus detalles, este país es felicidad, este país es asiento de todo lo exultante, de todo lo grato, de todo lo animado y de todo lo feliz. Y cuando un país que es la dicha más grande del continente está triste, de alguna forma todos lo acompañamos en su duelo, haciendo de nuestra tristeza un bálsamo para aquellos que experimentan la derrota combinada con la humillación en su propia casa.
El viernes pasado, en terrenos de cancha brasileña y frente al equipo de aquí, fue nuestro momento de tristeza, propiciado por un árbitro descaradamente recostado en los intereses de los anfitriones. Ayer, casi sin dar crédito a lo que veíamos, la Providencia nos demostró que no se necesitan meses, años o décadas para que la justicia del cielo baje a la tierra; que un solo fin de semana y un par de días extra son suficiente para que una acción oscura tenga una reacción resplandeciente en auxilio de los atropellados, de los ofendidos, de los asaltados en sus derechos.
Ayer en la tarde Brasil, con esa petulancia a ritmo de samba de la que hablaba hace unos días Félix de Bedout, descubrió algo terrible: que el toque-toque, que el baile, que la cadencia podía encontrarse con su propia decadencia. La misma selección brasileña que había sacado pecho con una victoria de postín, confirmaba que los dueños del movimiento eran un puñado de alemanes. Alemanes dando lecciones de baile y ritmo a Brasil. El juicio final, la hecatombe, el holocausto, el apocalipsis, la debacle, el fin de los tiempos, el abismo, el infierno o, para decirlo en un término que ni brasileños ni alemanes podrían digerir, el acabose les llegó a los brasileños.
Acabose Brasil ayer, derrumbose su fútbol, destruyose su juego, debilitose su estrategia, finiquitose su esperanza… puedo seguir tentando el idioma y usar los giros más arrevesados de nuestra lengua, pero creo que todos entendemos que ayer fue el fin de un mito, el cierre de una ilusión y el comienzo de una tragedia nacional que pasó de maracanazo, hace 64 años, a inexplicable mineirazo que teñirá de vergüenza a muchas generaciones. Derrotados nos fuimos los colombianos triunfantes; triunfantes se quedaron los brasileños derrotados.
Ayer Brasil, el país del fútbol, se hundió en su propio dolor, lloró para adentro y sufrió lo inconfesable en un partido que nuevamente ha partido su historia deportiva. Millones de voces en el mundo le recordaron al jacarandoso Brasil del viernes en Fortaleza que no hay tradición que garantice el triunfo, que nadie está blindado a la derrota y que todo clímax mal merecido termina siendo compensado por las leyes de la vida con dolor y fracaso.
Ayer Brasil del ayer sintió pena por el Brasil de hoy. Ayer Brasil se sirvió lágrimas antes irse a la cama. Ayer Brasil probó la miseria que deja en el fondo del plato la mediocridad. Ayer Brasil se entregó de rodillas al verdugo europeo. Ayer Brasil desdijo a Brasil. Ayer Brasil dejó de ser Brasil.