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En momentos adversos, permanecer igual no es opción y los efectos de cambiar son incómodos y fatigosos. Esto implica un proceso emocional caracterizado por diversas fases: negación, ira, rebeldía, miedo, tristeza, depresión, aprendizaje y crecimiento. No obstante, existe una que es crucial y que para muchos resulta difícil de alcanzar, nos referimos a la aceptación de la realidad.

Vivir en estado de «equilibrio» y en entornos predecibles es placentero, ofrece una sensación de control y seguridad. ¿A quién le molesta experimentar la ausencia de conflictos, ya sean internos o externos? ¿A quién le disgusta vivir la ilusión de tener una respuesta para todo? ¿Quién no querría manejar los miedos sin desgastarse? Bueno, lo que sucede es que el presente no es así…

De repente, todo da un giro. El control parece pasar a manos a veces invisibles, pero poderosas. La incertidumbre invade hasta las mentes sabias; algunas respuestas emergen de un hervidero de especulaciones. Los vecinos de al lado también lucen rostros de extrañeza, de duda, de miedo. El contagio de la ansiedad aumenta y, entonces, el estado de negación se apodera de muchos.

Lo que perturba se minimiza, lo que se siente se disimula, se tiende a inhabilitar el pensamiento crítico para no quedar prisionero de sí mismo: «Si lo analizo mucho, me arriesgo a contradecirme». Al aparecer indicios de que la nueva situación conlleva algún grado de dolor, se activa la negación como mecanismo de defensa, de postergación y de escape, aunque temporal.

Consciente o inconscientemente, el pulso entre la negación y la aceptación de la realidad se intensifica. Si gana la aceptación, lo peor habrá pasado. El muro del sufrimiento maquillado se destiñe, se derrumba. La añoranza aflora de la mano del duelo, sí, mas la mirada se enfoca en las decisiones impostergables. La conciencia es plena, se sitúa en el aquí y ahora de la experiencia.

Lo «peor», lo más difícil, el punto de quiebre y de partida, el paso crucial que endereza rumbos insospechados y autónomos es la aceptación de la realidad, es dimensionar la magnitud de lo que rompe el equilibrio. Lo «peor» es aceptar la vulnerabilidad: el ego inflado debe hacerse a un lado para que, en su lugar, se siente la sensatez, la esperanza y la responsabilidad individual.

Atrás quedan la vergüenza y los delirios de grandeza y superioridad. Cuando la adversidad global toca todas las puertas por igual, nos percibimos menos lejanos. La indiferencia cede el paso a la solidaridad. Así, cuando se toma conciencia de que lo peor era negar la realidad y de que «perder» el equilibrio era necesario para no perderse, germina el proceso de cambio creativo.

Después de lo «peor» viene el autoempoderamiento, la autosuperación, asumir el compromiso con el bien común, la adaptabilidad para progresar, la confianza en el poder de la imaginación y en la resiliencia humana. «La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura […] Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar ‘superado’», aseguró Albert Einstein.

Lo peor era no aceptar la dura realidad, y eso ya pasó… Ahora, la determinación de enfrentar el desafío crece y la esperanza de solución se nutre de la estricta disciplina personal y comunitaria.

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