En sus propias palabras, a Robert Lewandowski no le gusta hacer “mucho teatro”. Es, y siempre ha sido, un poco más imperturbable que la superestrella promedio. No celebra sus goles, que han caído durante tanto tiempo en cantidades tan improbables, con un clamor, un salto o un grito. En cambio, sonríe. Cuando son muy buenos, tal vez hasta puede atreverse a ampliar esa sonrisa.
Es igual fuera del campo. Lewandowski es cálido, inteligente, agrada de inmediato, pero su carisma es más sutil, más constante del que poseen sus pares, los mejores jugadores de su generación. No tiene el rasgo grandilocuente de Zlatan Ibrahimovic. No disfruta tanto ser el centro de atención como Cristiano Ronaldo.
Su cuenta de Instagram lo sintetiza todo. Claro está, hay destellos ocasionales de yates, superautos y vacaciones tropicales de postal —a pesar de todo, sigue siendo un futbolista millonario y sigue siendo Instagram—, pero están mezclados con imágenes de Robert Lewandowski, el delantero más puro de la era moderna, empujando una silla de bebé en Legoland, y de Robert Lewandowski, el campeón serial de Alemania, acariciando la panza de un perrito.
La impresión que ha cultivado, a lo largo de los años, es la de un jugador que considera toda la atención, todo el glamur, todo el ruido no como una consecuencia inevitable de su trabajo, ni siquiera como una distracción desagradable. En cambio, siempre lo ha tratado como un obstáculo activo. El trabajo de Lewandowski es anotar goles. Es bueno haciéndolo y lo es porque se lo toma con muchísima seriedad.
Particular reacción
Por todo lo anterior, las últimas dos semanas han sido algo así como un caso atípico. Tal vez por primera vez en su carrera, a la edad de 34 años, Lewandowski de pronto ha estado fuera de control.
Todo comenzó el mes pasado, poco después de que el Bayern de Múnich retirara y guardara el cintillo de su décima Bundesliga consecutiva, cuando Lewandowski declaró —en público— que quería irse de inmediato del club donde ha pasado ocho temporadas, el pico de su brillante carrera. “Lo cierto es que en este momento mi carrera en el Bayern ha terminado”, dijo.
Con esa noticia inesperada bastó, la superestrella reacia y callada de pronto usó todo su prestigio, toda su influencia, todo su peso para hacer la mayor cantidad de ruido posible. Sin embargo, no terminó ahí, Lewandowski ha insistido más, una y otra vez. Ha insistido en que no quiere “forzar” su salida del Bayern. Como siempre ha sucedido con Lewandowski, sus acciones hablan por sí mismas.
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En una serie de entrevistas —casi en cualquier oportunidad posible—, le ha recriminado al Bayern por su falta de “respeto” y “lealtad”, su aparente negativa a encontrar una “solución conveniente de mutuo acuerdo”, su incapacidad para “escucharme hasta el final”. Lewandowski expresó: “Algo murió dentro de mí y es imposible superarlo”.
Tal vez lo más grave es que insinuó que el trato que recibió podría hacer que otros jugadores sean reacios a unirse al club. “¿Qué tipo de jugador querrá ir al Bayern si sabe que algo como esto podría pasarle?”, preguntó. De todas las indirectas, todos los golpes bajos, ese se sintió como el más dañino, el más irreparable. “Quiero irme del Bayern”, ha declarado en varios formatos, una y otra vez. “Eso está claro”.
Desde afuera, no es tan evidente por qué tendría que ser así, por qué Lewandowski —a un año de terminar su contrato con el Bayern— habría tomado un camino tan provocador para garantizar su liberación.
Interés por Haaland
El origen de esa tensión se puede encontrar en el intento, poco disimulado y a fin de cuentas inútil, del Bayern por tener a Erling Haaland. Hasan Salihamidzic, un condecorado jugador en Múnich a comienzos de siglo que ahora está instalado como el director deportivo del club, había reservado a Haaland como el remplazo futuro de Lewandowski. Cuando a Lewandowski le quedó claro que el club estaba contemplando su final, aunque estaba a punto de cerrar otra temporada histórica, sintió que se había roto una alianza tácita.
Tal vez no alivie el ego de Lewandowski, pero sería un descuido del Bayern no considerar quién, en algún momento, llenará sus zapatos; sin importar el orden en que te comas la comida, en algún momento el tiempo nos alcanza a todos. El error de Salihamidzic fue permitir que su visión fuera pública; o, para ser más precisos, permitir que se volviera pública y luego no lograr la contratación de Haaland. De pronto, el Bayern tenía a una superestrella descontenta y ningún remplazo.
Esto podría acarrear consecuencias más allá del futuro inmediato de Lewandowski, el cual, como lo ha dejado muy claro, tras negar un improbable cambio de opinión, ahora estará en otro lado. “Las rupturas son parte del fútbol”, comentó.
No obstante, para el Bayern ese tal vez solo sea el primer problema. Para un club que ha pasado la última década coleccionando trofeos con tanta tranquilidad que se ha vuelto posible imaginar un mundo en el que gane la Bundesliga para siempre, este es un momento delicado. No en términos de su primacía local —por desgracia, eso ahora está integrado en el sistema—, pero definitivamente en sus intentos para competir en Europa.
El Bayern ha resistido el ascenso de los petroclubes, Manchester City y París Saint-Germain, mejor que equipos como la Juventus, el Barcelona y hasta cierto grado el Real Madrid, no solo por su potencia comercial, su experiencia operativa y su atractivo corporativo, sino porque funciona en esencia como una selección de la Bundesliga.
Todos los años, el Bayern busca completar su plantilla seleccionando al mejor talento del resto de Alemania, y a menudo usa el atractivo de los trofeos garantizados y un lugar inevitable en las últimas etapas de la Liga de Campeones como incentivos para pagar un precio más bajo. Esto tiene un beneficio doble: debilita a la competencia local y permite que el Bayern compita con la élite arribista de otras partes, y a veces la supere.
Cuando llegó, Lewandowski, a quien el Bayern adquirió en una transferencia gratuita del Dortmund, era un símbolo de esa estrategia; en el momento de su partida, perfectamente podría apuntar a la necesidad de su expiración. Después de todo, los clubes de la Bundesliga nunca han querido venderle al Bayern y ahora que Alemania es el bazar preferido para las compras de la acaudalada Liga Premier, no tienen que hacerlo. Los equipos ingleses pagan más y no insisten en vencerte dos veces una temporada después.
En cambio, el Bayern tendrá que trazar otro rumbo. Tal vez debe empezar a ofrecer salarios más lucrativos —su acercamiento a Sadio Mané del Liverpool sugiere que ya lo han comprendido— e incluso debe identificar otros mercados, otros sectores demográficos, para conseguir a sus reclutas.
Tendrá que hacerlo en un momento en el que su conocimiento institucional está en manos de Oliver Kahn, una figura imponente e inteligente, pero, a pesar de todo, relativamente inexperta en su papel, y de Salihamidzic, cuyo éxito en el mercado de transferencias era variado incluso antes de que se involucrara en la inminente salida de Lewandowski.
El Bayern ha sorteado los cambios en el ecosistema del fútbol adhiriéndose, de manera descarada, a una estrategia que produjo resultados y encomendando su destino a un conjunto respetado de ejecutivos canosos. Durante una década, esto le ha funcionado. Sin mucho aspaviento, sin mucho teatro, el Bayern de Múnich ha construido el periodo más exitoso de su historia. La salida pública y tóxica de Lewandowski es el primer indicio de óxido en el núcleo de la gran maquinaria roja.
Fuente: The New York Times