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Cuando se rompe una relación tan larga como la que han tenido Shakira y Piqué, en la que hay hijos y propiedades compartidas, siempre resulta tentador preguntarse si la cosa terminará como la guerra de los Rose, deriva cruel de los divorcios. 

La guerra de los Rose -que también podría haberse llamado el rosario de la aurora- es una película en la que Kathleen Turner y Michael Douglas, recién separados, convierten su hogar en un campo de batalla delirante, lo que da pie a situaciones bárbaras que demuestran que, del amor al odio, hay un solo paso.

En ese aspecto, Shakira ha sido inteligente -no hay que descartar que haya leído a Sun Tzu-, pues nunca accedió a casarse. Ha mantenido una relación de casi 12 años con el futbolista del Barça, como antes tuvo otra de una década con el heredero argentino Antonio de la Rúa, pero sin firmar un sólo papel que comprometa su fortuna de alrededor de 300 millones de dólares, para que no le pase lo que a Jeff Bezos.

Sin embargo, esto no se resolverá pacíficamente: las primeras intuiciones que han surgido desde que la separación es oficial apuntan a que el gran conflicto pasará por la custodia de los hijos, Milan y Sasha.

Shakira, dicen, no quiere seguir en Barcelona y desea instalarse en Miami o Bahamas, que es donde tiene propiedades y, sobre todo, sus intereses profesionales, hasta cierto punto desatendidos durante todo el tiempo que ha estado con Piqué. Aunque el perfil artístico de Shakira no se ha visto dañado de manera significativa en toda esta década -sigue siendo la figura referencial del pop latino en la era de la globalización-, no menos cierto es que su ritmo de publicaciones ha descendido de manera notable.

Antes del Waka Waka, Shakira componía, grababa y daba giras a un ritmo superior al de Madonna en sus buenos tiempos; pero desde entonces su producción se ha reducido a dos álbumes, una gira mundial extensa y una aparición en el descanso de la Superbowl de 2020 junto a Jennifer Lopez. Suficiente para seguir siendo una diva y mantenerse bajo los focos sin que parezca que vive de rentas del pasado, pero a cambio de tener que ceder su antiguo protagonismo omnipresente con propuestas más jóvenes y frescas, la generación de Becky G. En realidad, cuando ha colaborado con Maluma o Rauw Alejandro en singles pensados para mantener viva la llama, más parece que la invitada sea ella, y no al revés.

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Comparemos con hace una década. Cuando Shakira oficializó su relación con Piqué y se mudó a Barcelona, irrumpió en la ciudad como una estrella: era cuando aparecían vídeos en las redes sociales en los que salía bailando dubstep en la calle tras bajarse de un taxi, rodaba videoclips circulando en moto por el paseo de Colón y recibía multas por bañarse en las fuentes públicas, como un hooligan cualquiera de un equipo de fútbol alemán.

Quería que la ciudad se rindiera a sus pies, y en cierto modo así fue. En 2014, presentó en el Hotel W su disco Shakira -el primero desde Sale el sol (2010)-, cuando ya había dado a luz a su primer hijo, y parecía que estaba perfectamente integrada entre la bella sociedad condal, dándole glamour al suelo que pisaba. Pero a partir de entonces, se le empezó a ver menos.

En realidad, no tenía motivos para exhibirse. En Barcelona -realmente en las afueras-, Shakira tenía el domicilio familiar y poco más. Sus negocios, que no han dejado de multiplicarse en esta década -sumando líneas de lencería, inversiones inmobiliarias y participaciones en shows de televisión- han ido bien, y ni siquiera ha tenido que activar a tutiplén la maquinaria de las giras, lo que le ha permitido estar cerca de sus hijos y encargarse de la crianza en casa, a diferencia de Beyoncé o Irene, que echaban mano de niñeras. Durante un tiempo, incluso barajó la opción de aparcar la música; ahora que su vida ha dado un vuelco, darle un acelerón a su carrera es sin duda su prioridad inexcusable.

En esta particular guerra postseparación, el asunto clave son los hijos. Las propiedades se pueden vender y repartir los millones -Piqué hace semanas que se mudó a su antiguo piso en la zona alta de Barcelona, en las inmediaciones de la plaza Adriano-, pero los hijos no, a menos que recordemos la historia del rey Salomón. Se cuenta que Piqué se resiste a que se alejen de Barcelona, mientras que Shakira -con toda la ventaja en la pugna por la custodia- apunta a Miami. Una solución hipotética sería que él se fuera a jugar a la liga de Estados Unidos, pero evidentemente eso no entra en los planes del defensa, que le ha cogido el gusto a vivir su fantasía de tiburón de los negocios.

Observada de manera retrospectiva, esta relación siempre pareció atípica. Tenía su lógica en el plano puramente biológico -en 2010 Shakira tenía 33 años, con el reloj haciendo tic tac, y él era un bello diseminador de genes de 23 febreros en su apogeo atlético-, pero no se percibía mayor afinidad cultural ni sintonía en otros aspectos. Shakira era una trabajadora tenaz y discreta que comprendía la responsabilidad de mantener la marca que había construido, mientras que Piqué iba descubriendo las ambrosías de la noche y el hampa como las timbas de póker, los negocios de su empresa Kosmos, los trapis con Rubiales, los tratos con jeques y las retransmisiones en streaming. A veces, para despistar, jugaba al fútbol.

Detrás de la separación, en definitiva, asoma una silueta de sombra que apunta a estilos de vida discordantes y, cómo no, a ese recurrente eufemismo que son las "terceras personas". Corrían rumores de infidelidad por parte de Piqué desde hace tiempo, y en su última canción, Te felicito -lanzada en abril-, la letra se puede interpretar, como tantas otras de Shakira, en clave autobiográfica: "La gente de dos caras no la soporto / yo que ponía las manos al fuego por ti". Si el próximo álbum trata sobre el divorcio, quizá estemos ante el equivalente latino del Rumours de Fleetwood Mac.

Shakira y Piqué lloraron escuchando una canción que Maná había mandado a la  colombiana

Fuente: Diario El Mundo España 

 

 

 

 

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