La invasión de Ucrania por parte de Rusia ha conmocionado al mundo, pero en muchos sentidos Vladimir Putin ha estado preparando esta operación durante algún tiempo.
Para Putin y para algunos rusos, los villanos de la crisis no son solo los nacionalistas ucranianos, sino también los gobiernos occidentales. Consideran que Occidente tiene un conjunto de normas para sí mismo, y otro para países como Rusia.
Comprender este aspecto de la perspectiva de Putin sobre el mundo es crucial para entender por qué ha estado tan poco dispuesto a retroceder ante lo que considera intransigencia e hipocresía occidental.
Sobre este tema el periodista David Brooks presentó el siguiente artículo en The New York Times:
El teórico de la ciencia militar Carl von Clausewitz dijo célebremente que la guerra es la continuación de la política por otros medios. La invasión rusa de Ucrania es la continuación de la política de identidad por otros medios.
No sé ustedes, pero los textos de los expertos en relaciones internacionales no me han resultado muy útiles para entender de qué se trata esta crisis. En cambio, los textos de especialistas en psicología social han sido de gran ayuda.
Esto se debe a que Vladimir Putin no es un político convencional de una potencia mundial. En esencia es un emprendedor de la identidad. Su gran logro ha sido ayudar a los rusos a recuperarse de un trauma psíquico —las secuelas del fin de la Unión Soviética— y darles una identidad colectiva para que sientan que importan, que su vida tiene dignidad.
La guerra en Ucrania no se trata tanto de un territorio, se trata más bien de estatus. Putin invadió para que los rusos sientan que otra vez son una gran nación y para que él mismo sienta que es una figura mundial de la historia, algo así como Pedro el Grande.
Quizá deberíamos ver esta invasión como una modalidad fúrica de la política de identidad. Putin se ha pasado años avivando el resentimiento de los rusos hacia Occidente. Ha dicho sin ningún fundamento que a los hablantes de ruso se les ataca de manera generalizada en Ucrania. Utiliza las herramientas de la guerra para que los rusos se sientan orgullosos de su identidad de grupo.
La Unión Soviética era una tiranía desastrosa pero, como escribe Gulnaz Sharafutdinova en su libro The Red Mirror, la historia y retórica soviética les dio a los rusos la sensación de que “vivían en un país que en muchos sentidos era único y superior al resto del mundo”. La gente a veces se sentía importante por formar parte de ese gran proyecto soviético.
El fin de la Unión Soviética podría haberse considerado una liberación, una oportunidad de construir una Rusia nueva y más grande. Pero Putin decidió verlo como una pérdida catastrófica, una que creó desesperanza y una identidad destrozada. ¿Quiénes somos ahora? ¿Acaso importamos?
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Como todos los líderes de la política de identidad, Putin convirtió esa crisis de identidad en una historia de humillación. Encubrió cualquier sentimiento incipiente de vergüenza e inferioridad al declarar: nosotros somos las víctimas inocentes. Ellos —Estados Unidos, los occidentales, los chicos populares de Davos— nos hicieron esto a nosotros. Como otros políticos de identidad en el mundo, impulsó una condición de resentimiento para sanar las heridas del trauma y los temores de la inferioridad.
En los primeros años de su régimen, reconstruyó la identidad rusa. Reivindicó aspectos del legado soviético como algo de lo que sentirse orgulloso. En general, su visión de la identidad rusa giraba en torno a él. Al ostentarse en el escenario mundial como una figura poderosa, Putin lograba que los rusos se sintieran orgullosos y parte de algo grande. Vyacheslav Volodin, entonces jefe de gabinete adjunto del Kremlin, supo captar la mentalidad del régimen en 2014: “Hoy no hay una Rusia sin Putin”.
Esta gran estrategia parecía justificarse plenamente ese año con la exitosa invasión de Crimea. Una vez recuperado este territorio, Rusia podía pavonearse otra vez como una gran potencia. Cada vez más, Putin se presentaba a sí mismo no solo como un líder nacional, sino como un líder de la civilización, que encabezaba las fuerzas de una moral tradicional contra la depravación moral de Occidente.
Pero todo se ha salido de control. La política de identidad de Putin es tan virulenta porque es muy narcisista. Así como las personas narcisistas parecen ser ególatras desmesuradas pero en realidad son almas inseguras que intentan enmascarar su fragilidad los grupos y naciones narcisistas que hacen alarde de su poder en realidad muchas veces están atormentados por el temor a su propia debilidad. Los narcisistas ansían reconocimiento, pero nunca tienen suficiente. Los narcisistas anhelan la seguridad psíquica, pero actúan de maneras autodestructivas con lo que se aseguran de estar siempre bajo asedio.
En este momento, es imposible separar la identidad de Putin de la identidad de los rusos. La pregunta de los mil millones de rublos es la siguiente: ¿cómo reacciona un tipo que se ha pasado la vida luchando con complejos de vergüenza y humillación cuando gran parte del mundo lo humilla y degrada con justa razón? ¿Cómo reacciona un tipo que se ha pasado la vida tratando de parecer poderoso y sagaz cuando cada vez se muestra más débil y miope?
Yo supongo que, al menos durante un tiempo, Putin podrá recurrir a aquel discurso de los rusos de “la fortaleza sitiada”: Occidente siempre nos acecha. Pero al final siempre ganamos.
Ha habido indicios de que Putin a lo mejor está dispuesto a llegar a un acuerdo y retirarse de Ucrania, pero eso sería sorprendente. Destruiría la hinchada y frágil identidad personal y nacional que ha estado construyendo todos estos años. En general la gente no hace concesiones cuando su identidad está en juego.
Mi temor es que Putin solo conoce una forma de enfrentarse a la humillación: culpando a los demás y desquitándose con ellos. Hace un par de años, mi colega Thomas L. Friedman escribió una columna premonitoria sobre la política de la humillación en la que citaba a Nelson Mandela: “No hay nadie más peligroso que alguien que ha sido humillado”.
Putin se provocó esta humillación a sí mismo y a su país. Hablando como alguien que admira profundamente tantas cosas de la cultura rusa, creo que es un crimen enorme que una nación con tantas vías hacia la dignidad y la grandeza haya elegido la que conduce tan vilmente a la degradación.
Fuente: The New York Times