El 6 de marzo de 1953, el cadáver embalsamado de Iósif Vissariónovich Stalin, envuelto en una mortaja de seda roja, fue ubicado entre un océano de ofrendas florales en el Salón de las Columnas de la Casa de los Sindicatos, en pleno centro de Moscú.
“Ha muerto el generalísimo de la Unión Soviética, camarada Iosif Vissarionovich Stalin”, se escuchó una lúgubre voz en la radio. El Padrecito de los Pueblos, el que había guiado a la nación al triunfo en la Gran Guerra Patriótica (como llamaban los soviéticos a la Segunda Guerra Mundial), el que había cambiado la política económica de los años de Lenin para convertir al país en la segunda potencia industrial del mundo.
A partir de ese momento, se llevó a cabo una ceremonia fúnebre que duró cuatro días hasta el apoteósico ingreso del féretro en el mausoleo de la Plaza Roja y que se transmitió por radio a lo largo y a lo ancho de la inmensidad de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Casi 200 camarógrafos cubrieron el acontecimiento en todo el territorio, desde las fronteras con Europa hasta los confines del continente asiático.
Sobre ese material de archivo ya de por sí valiosísimo, completamente restaurado y en gran parte inédito (en particular las tomas en color, rescatadas de un film que las purgas post-Stalin lograron enterrar por décadas), el gran cineasta ucraniano Sergei Loznitsa realizó una obra maestra del documental de montaje, Funeral de Estado.
El método de Loznitsa es simple y complejo a la vez. Por un lado, procede por depuración: de las 35 horas de metraje con las que trabajó parece haber dejado solamente lo esencial, el hueso de los acontecimientos, desde la sigilosa llegada del féretro a la sala velatoria hasta el fastuoso desfile militar que lleva a Stalin a descansar (fugazmente, hay que decirlo) junto a Lenin, del otro lado de la muralla del Kremlin, donde reinó durante casi 30 años.
De Stalin mismo solamente se ve un primer plano de su rostro en el ataúd, un plano detalle de sus manos y una impresionante toma cenital del féretro, antes del título del film. Pero a partir de allí, Loznitsa irá sumando imágenes de miles de cuerpos y rostros de hombres, mujeres y niños, conmocionados por el acontecimiento, que no cesan de llorar y de hacer filas: para cruzar brevemente, atónitos, frente al féretro; para depositar infinitas ofrendas florales a los pies de los infinitos monumentos dedicados al “Padrecito de los Pueblos”.
Es notable la paradoja que encierra Funeral de Estado. Por un lado, es capaz de dar cuenta cabal de la emoción colectiva de un pueblo en un momento crítico y de lograr la inmersión del espectador contemporáneo en ese clima de época. Por otro, con apenas un par de placas al final del film, que informan muy sucintamente de los crímenes masivos cometidos por Stalin, Loznitsa deshace el hechizo y demuele el monumento que él mismo había levantado durante los 130 minutos previos. Es como un réquiem seguido de otro réquiem.
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