Unas 20 personas aplauden en una plaza de la zona alta de Barcelona la llegada de un ciclista con cara de cansado. Una pequeña pancarta pintada a mano le recibe y detalla su proeza: “25.700 kilómetros y 43 países”. Nil Cabutí sonríe y pone pie en tierra. Es 28 de diciembre, y aquí termina un viaje de 10 meses en bicicleta por Europa lleno de contrastes en plena pandemia.
El plan de Cabutí , de 30 años de edad, era viajar de la capital catalana a Singapur, pero la pandemia le pilló sobre la bici pocos días después de empezar a pedalear. Quedó atrapado por el cierre de fronteras en Italia al día siguiente de entrar en el país. “Era marzo, y en los controles policiales paraban a los coches, pero a mí no”, recuerda. “La policía me miraba, pero me dejaba seguir. Cada día empezaba pensando que podría ser el último, que me mandarían a casa”, añade.
El cierre de la restauración y la hostelería en Italia trastocó su viaje. “Reservaba hoteles a través de Booking, pero cuando llegaba al establecimiento estaba cerrado. Yo ya había pagado, pero me decían que no podían alojarme. La gente tenía miedo a la covid”, incide. Modificó sus rutinas. Empezó a dedicar la primera hora de cada día en buscar alojamiento antes de ponerse a pedalear.
“Aproximadamente el 10% de los establecimientos quedaban abiertos y les llamaba directamente”, recuerda. Tampoco le resultó fácil alimentarse en pleno confinamiento: “Un día, un hombre tuvo que darme unas latas de atún y tostadas en una gasolinera porque en Italia los supermercados cierran en domingo. ¡No podía comprar nada!”.
Hacía tiempo que quería realizar un gran viaje en bicicleta. “Tengo dos grandes pasiones: la bici y los viajes”, recalca. Tras siete años trabajando en el extranjero como ingeniero de Caminos, pidió una excedencia para cruzar medio mundo. “Pronto me di cuenta de que sería imposible llegar a Singapur. En Eslovenia estaban tan mal como en Italia, y en Croacia no me dejaron pasar en los 10 puntos fronterizos a los que acudí”. La ruta hacia Asia quedó rápidamente descartada.
La situación cambió cuando se dirigió hacia los países nórdicos, ejemplos entonces de gestión sanitaria, según las informaciones que llegaban a España. “En Alemania y Suiza la gente ni llevaba mascarilla, y en Suecia los restaurantes estaban llenos; parecía que la covid no existía”, rememora. En el país escandinavo sintió que lo que se comentaba en algunas tertulias de radio catalanas no se correspondía con lo que él veía: “Decían que en Suecia la gente cumplía las medidas y no era verdad. Yo estaba allí y la gente menospreciaba el virus; opinaban que era como una gripe y que solo afectaba a la gente mayor. Y en el tren ni me tomaron la temperatura. Quizás la capacidad de su sistema hospitalario permitía evitar la tensión sanitaria y estaban más tranquilos”, reflexiona.
En Ucrania le pasó algo parecido: “Alertaban de que era imposible entrar, pero entré; te das cuenta de que todo es relativo”.
La radio fue una de sus mejores armas contra la soledad. “Me he pasado el 95% del viaje solo”, calcula. También se ayudó de las redes sociales, donde compartió sus experiencias en Instagram. La tecnología le resultó clave en Bielorrusia. “¡Nadie habla inglés! Mandaba pantallazos del traductor de Google para entenderme. Allí casi no había restricciones”. Y los favores se pagaban en euros: “Pinché, y me pidieron euros en vez de rublos tras ayudarme”.
Una de las pocas veces que la policía le paró fue en París, de camino a Cataluña. Cuando los gendarmes le pidieron que regresara a casa, contestó: “Ya estoy yendo hacia casa”. Aunque estuviera a más de 1.000 kilómetros. Los agentes le dejaron ir.
El viaje le deja una amplia sensación agradable, pero también amarga: “Me he perdido muchas cosas. Ámsterdam parecía un pueblo muerto e hice el Camino de Santiago sin disfrutar de la parte antropológica”. ¿Y el futuro? “Tengo la ruta hasta Singapur pendiente”. Y si puede ser, sin covid.
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