Martín Emilio Rodríguez, más conocido como "Cochise" Rodríguez, es un exciclista colombiano que compitió en las décadas de 1960, 1970 y principios de 1980, destacándose tanto en ruta como en pista.
Posee el récord mundial de la hora para aficionados, en el velódromo Agustín Melgar, Ciudad de México conseguido el 7 de octubre de 1970, 47.566,24 kilómetros.
El diario El Confidencial de España le dedicó un artículo a Rodríguez.
Aquí la nota
Seguramente sea la disciplina más sencilla del ciclismo. Alguien entra en un velódromo y recorre sobre su bicicleta tantos kilómetros como pueda en sesenta minutos justos. Lo llaman récord de la hora, porque aquí somos de no rompernos mucho los cuernos con el asunto nominal. Pero esta aparente simplicidad opaca, en realidad, una de las torturas mayores que se han inventado en el mundo del deporte. El récord de la hora es juego mental, además de físico, un lapso determinado en el que no se puede cambiar de postura, en el que no hay bajadas, ni rebufos, ni posibilidad de aflojar por miedo a perder el ritmo. ¿La idea? Velocidad constante desde el principio hasta el final. Y eso es lo que acaba torturando la mente. Soledad, el competir frente a nadie, aquella sensación de que no hay escapatoria posible… sí, la Hora es uno de esos pocos espacios donde se desgranan buenos corredores de campeones realmente grandes.
Quizá por eso todos los mitos de la bicicleta (con la excepción de Bernard Hinault) han atacado en alguna ocasión el récord. Bueno Armstrong tampoco, pero ejem. Y Froome aun nada, que iba a ser cosa de no perderse su meneito sabrosón sobre la madera. En fin. El pionero, al menos el ìonero de quien se tiene noticia, fue nada menos que Henri Desgrange, creador del Tour. Ocurrió en 1893, en el Buffalo parisino, velódromo de la bohemia y Montmartre, de Toulouse-Lautrec y Tristan Bernard y Hemingway y el Folies Bergères y Clovis Clerc. Recorrió poco más de 35 kilómetros sobre una bici que pesaba quintal y medio, a ojo. En el manillar, sendas botellas de vidrio, cada una con un litro de leche. Por si me entra la pájara, dijo el campechano Henri. Después de él… todos. Anquetil, Coppi, Merckx, Indurain. También Rivière, Petit-Breton, Francesco Moser. Todos.
Pero ¿un colombiano? Pues sí. Solo que no cualquiera, solo que uno especial. Apache, nada menos. O algo por el estilo.
Dicen que si era 1952, y apenas había cumplido los diez años. A los chavales de la escuela allá en el Barrio Manrique, pleno Medellín, se los llevan al cine, que es cosa muy socorrida para pintarle colorines a la existencia. “Flecha Rota”, se llama la peli. Uno de ellos, puro nervio cetrino, sale entusiasmado. Qué valiente el jefe apache, qué leal. A mí no me engañen, tenían ellos la razón, y no esos gringos taimados. Sí, a partir de ahora llámenme como él. Llámenme Cochise. Y con Cochise quedó.
(Mucho más tarde el tal Martín Emilio Rodríguez cambió legalmente su nombre para que el apodo pasase a ser oficial. Para qué me servía lo otro, dijo, si todos me llaman Cochise). Cochise fue siempre. Creciendo poco a poco. Piernas largas. Pecho que alberga pulmones formidables. Ciento ochenta centímetros, setenta y dos kilos de peso. Cabello negro, zarcillos por la nuca aquí y allá. Patillas de las que marcan calendarios. Y, sobre todo, esa sonrisa. Esa que desarma. Pinta de galán de cine. Solo que, la vida empuja, se metió a hacer otras cosas. Carnicero, repartidor. Ciclista. Oye, y no era malo. Más aun, fue genial. ¿Mejor pedalista de siempre en Colombia? Puede ser. Pionero, como poco, en tantas cosas. En 1970 Cochise era gran estrella por los velódromos. Al menos por los velódromos amateur, que el profesionalismo le llegaría más tarde. Todos eran conscientes de que solo la mala suerte había evitado que su palmarés fuera aún mayor, pero el potencial, las fuerzas, estaban a su lado. Fue mejor tiempo en los 4000 metros, persecución, sobre la pista de Anoeta. Era 1965, Mundiales. Solo que por aquello de los duelos directos... nada... Cuarto. Se lo cepillan Tiemen Groen en semis y Preben Isaksson por el bronce. Y en los Juegos Olímpicos de México... pues más de lo mismo. Primera eliminatoria, bate el récord de la competición... solo que su rival también lo hace. Cipriano Chemello, italiano. A la rúa. Joder, qué mala suerte, Cochise.
Pero oye, que poder... puedes. Así que, ¿por qué no intentar el récord de la hora? Es un desafío bonito, algo que te hace entrar en la historia, pensó Claudio Costa. Claudio había viajado hasta Colombia con una única idea en la cabeza: fichar a Cochise para su Germanvox-Wega. Oiga, déjeme, que yo aquí vivo cojonudamente. Sí que es verdad, hace un tiempo buenísimo, y este tinto... ya ve, está para repetir. Así que el transalpino convencedor acaba convencido. Él también queda en Colombia, como entrenador personal de Cochise. Pero la Hora, decíamos. ¿Lugar elegido? El velódromo Agustín Melgar, de México D. F. La pista se había mostrado rapidísima durante los Juegos Olímpicos un par de años antes, y además su altitud beneficiaba el desempeño de esta intentona. El aire era más fino, la pared contra la que el ciclista choca cuando se pone a más de cuarenta kilómetros por hora resultaba menos densa, menos… dolorosa. Años más tarde Merckx viajará hasta el país azteca por la misma razón… Cochise se traslada a la capital mexicana con toda la cohorte que comienza a acompañarle para estas situaciones. Llegan el 21 de septiembre de 1970, y pasan un par de semanas agónicas, marcadas por la lluvia, el mal tiempo y algunos entrenamientos bestiales que Costa considera indispensables para acometer con posibilidad de éxito el récord. Al final fue a las 11:12 horas, miércoles 7 de octubre, año 1970. Martín Emilio Rodríguez arranca su máquina sobre la brillante pista del Agustín Melgar. Allí comienza. Igual es que hasta estaba cansado. De la carretera. De ganar en la carretera, vaya. Colombia se le había quedado chica al Cochise. La Vuelta... coto particular. Y eso que tuvo comienzo agridulce. Era casi adolescente en 1962, recién estrenada la veintenta, y qué cerca... Diez segundos le separan del primero, Roberto Pajarito Buitrago, cuando comienza la etapa postrera. Si piensan en champán y fotos idiotas para solaz de twitteros y pelotillas profesionales... olvídenlo. Cochise ataca. Todo el día. Hasta el final, Cochise ataca. Hasta la misma entrada definitiva al estadio bogotano de El Campín. Un último arreón. ¿Y si...? Llega el drama, esa vuelta de tuerca que no puede faltar. Última curva, última curva de una Vuelta a Colombia que lleva recorridos 2084 kilómetros, una Vuelta a Colombia a la que le quedan solo 250 metros. Roberto Buitrago saca el codo, quiere imponerse en el sprint definitivo a ese muchacho que lleva todo el día tocándole los cojones. Y ocurre. Rueda trasera desliza, bici resbalando, parece que va a romperse esa magia, ese dulce secreto, que la mantiene vertical cuando un ser humano está encima. Buitrago abre mucho los ojos. No me jodas. Tantas horas, tanto sudor, y entrenamientos, y lágrimas… No me jodas. Injusticia. Pero no, logra domar el latigazo. Entrará a solo dos segundos de Martín Emilio. Es, sin duda, el mejor final de siempre en la Vuelta a Colombia. Pero qué importa eso a Cochise. Porca miseria.
Después... tiranía. Venganza. Ya un año más tarde vuelve Cochise con mejor preparación. Maduro. Inabordable. Nadie puede contener su físico imponente, nada puede frenar la ambición que lo reconcome por dentro. Ha entrenado como nunca antes hizo, como jamás repetirá. Concentración en alura, series por el Alto del Boquerón, simulando salir a ataques detrás de una motocicleta. Sí, como Wiggins mucho después, solo que con menos flow. (¿Saben qué? Borren eso. A Cochise le sobraba flow). Líder 10 de las 16 etapas, ganó hasta 6 parciales. Al segundo en la general, Rubén Darío Gómez, le mete casi 34 minutos. Tercero Pablo Enrique Hernández, por encima de los cuarenta. Imperial. Después... dinastía. Entre 1964 y 1967 ganó otras tres Vueltas a Colombia. Todas salvo la de 1965, cuando se impuso su amigo el Ñato Suárez, aquel que lo acompañaba, ambos chavales con sueños, durante los repartos por ese Medellín mítico de cuestas y pedalistas. Riders antes de que existiesen los riders. A veces ganó por un suspiro, otras le cascó al siguiente más de una hora. Treinta y nueve etapas, por abundar en el asunto. Y todo lo demás.
Primeras pedaladas dolorosas. Desgarro en sus muslos morenos, tensos. Debe poner en movimiento el plato de 56 dientes engarzado a un piñón de solo 15. Desarrollo brutal, demoledor. Hay unos 15.000 espectadores viendo cómo el colombiano usa todos los músculos del cuerpo para lograr mantener la verticalidad en las diez o quince revoluciones primeras. Brazos tirando con fuerza del manillar hacia arriba, hombros moviéndose a un lado y a otro, riñones cargando toneladas. Rostro crispado, dientes prietos, ojos saliendo de las órbitas. Al final… lo logra. Se sienta en el sillín, la barbilla casi rozando el manillar, y coge postura. Esa que habrá de mantener durante los más de 59 minutos restantes.
Allí empieza el dolor.
Viste un maillot blanco con bandera nacional en el pecho y la palabra “Colombia” justo encima. Su bici se la ha fabricado especialmente Giacinto Benotto. Ese apellido aparecía en la chaqueta y la gorrilla que Cochise paseaba por México. Benotto era amigo de Claudio Costa, y sufragó parte de los gastos que acarreaba el récord. Principio del fin, veremos.
Batalla cruenta. Por extraña, por anómala. Cochise lucha contra sí, pero también tiene que batir al ciclista fantasma que no está, ese cuya sombra se atisba ahí delante, aunque en realidad la sombra no existe, y son solo tiempos, números fríos, espacios que se recorrieron y se deben recorrer. Más rápido. Más veloz. Como si los pulmones no quemasen, como si uno no tuviera ganas de arrojar la bicicleta lejos. Negando la certeza. Sí, ocurre. A veces, solo a veces, pero a veces… a veces incluso pienso que, sí, podría morirme ahí encima. De puro dolor. Y hasta morir sería más sencillo que continuar pedaleando. Lo hace.
Éxito
Un puñado de metros. Apenas 40. Pero aquella marca del tal Mogens Frey Jensen forma ya parte de la historia. Esa donde ha entrado Cochise Rodríguez. Récordman universal de la hora en su versión amateur. 47,563 metros.
Cifras para grabar en oro dentro de la cicla colombiana.
Después de eso... dos desafíos. Campeón del Mundo, al fin, en Varese. Velódromo Luigia Ganna. Sí, el de “me arde el culo”. Buena respuesta, que los periodistas a veces son unos metomentodo. Ya ven, no hay glamour posible. Y luego... los Juegos Olímpicos. Munich. Allí Cochise quiere olvidar sinsabores pasados y llevarse el oro hasta cerquita de El Dorado. Pero ni siquiera podrá viajar a Alemania. ¿Recuerdan lo de Benotto? Sí, sí, el mecenas. Pues un periodista colombiano, uno que firmaba como Édgar A. Senior, se chivó al COI de que, oigan, este muchacho muy amateur no es. Que le pagan por practicar su deporte. Y los del COI, muy dignos, dijeron que nanai, que qué es eso de cobrar, que menuda sinvergonzonería, ¿es que nadie va a pensar en los niños?. Expulsado de los Juegos. So golfo. Ya ven, el COI siempre tan incorruptible. Tos, tos. Guiño, guiño. Cochise será muy claro sobre todo este asunto. “En Colombia muere más gente por envidia que de cáncer”, dicen que dijo. Que como frase, me lo reconocerán ustedes, es cojonuda...
Ah, como ya no podía ser amateur Cochise decidió que, oye, mejor profesional del todo. Y se vino para Europa. A abrir camino. No fue primer colombiano en probar suerte por estas tierras, ojo, que Giovanni Jiménez llegó antes. Pero él... él destacó más. Dos etapas en el Giro, un Baracchi junto a Gimondi, Gran Premio Cittá de Camaiore. Y, sobre todo, sensaciones. Qué gregario tan bueno para Felice, qué tipo tan poderoso. Siempre con maillot celeste. A veces le ponía Salvarini en el pecho, otras Bianchi, que pocas cosas habrá con más estilo. Pero esa es otra historia.
Aquel fue Cochise Rodríguez. El hombre que un día decidió reinar.
Fuente: Diario El Confidencial