José Beyaert fue un ciclista de ruta francés campeón olímpico y auténtico pionero de este deporte en Colombia.
El diario el Confidencial de España presentó un amplio articulo sobre el pedalista galo y su infuelcia en territorio cafetero.
Beyaert falleció en el 2005 a los 79 años de edad.
Aquí la nota de El Confidencial
Llovizna a ratos sobre Londres, como si el cielo escupiera tópicos. La línea de meta está mojada, asfalto gris que brilla como un espejo. Breakheart Hill, la colina que rompe corazones, porque las carreras ciclistas tienen estas casualidades. Allí, jadeando y con ácido láctico saliendo por los ojos, un tipo se va a proclamar Campeón Olímpico. Nada menos. Es 13 de agosto de 1948. Viernes, último día de los primeros Juegos tras el infierno.
Entra el ganador. Se escapó dos kilómetros atrás, luciendo ardid de gran veterano aunque aun no haya cumplido los veintitrés. Echó mano de su ponchera esperando que los demás hiciesen lo propio. Relax antes del sprint. Pero él estaba dispuesto a quebrarlo. Cuando otros empezaron a beber (soltando piernas, miradas fugaces por encima del hombro) aprovechó para lanzar un demarraje seco, furioso. Suficiente. Vencedor, medalla de oro. Tiene pelo negro, sonrisa enorme y gafitas de intelectual.
Se llama José Beyaert y escribirá una historia más grande aun que su pecho de antiguo boxeador.
Una que pudo haber tenido comienzo distinto, porque Beyaert (Lens, 1925-La Rochelle, 2005) estuvo a punto de no acudir a Londres.
Para ir necesitaba un certificado de buena conducta expedido por el ayuntamiento de su pueblo. Pantin, suburbios del gran París, donde llegaron los Beyaert, zapateros, desde su Flandes original. El problema era que el alcalde de Pantin conocía muy bien a José. Muchas noches lo había visto detenido tras meterse en alguna pelea. Así que no está dispuesto a que ese loco arrastre el nombre de Pantin por las calles british. Pero si voy a representar a Francia, dice el joven. Si Francia necesita que la representen personas como tú entonces tenemos un problema, contestaba el otro. Al final cede, porque es lo que hacen los adultos ante la juventud, pero siempre lo mirará de reojo.
Hubo un tiempo en que nadie quería hacer carreras en Colombia. Por pista sí, por pista corran ustedes lo que quieran, pero fuera de las ciudades… en fin. Están locos. Si casi no hay asfalto, si son todo quebradas y fango y ríos y selva y soroche. No, no se les ha perdido nada allá.
Qué quieren, los datos parecían dar la razón a los agoreros. A principios del siglo XX Alberto Piedrahita Córdovez, español de pocas luces, se lanzó a la titánica empresa de unir Bogotá y Tunja en bicicleta. Unos 140 kilómetros por carreteras que no son. Aguantó la mitad del recorrido antes de caer muerto. “Colapso provocado por esfuerzo”, dijeron los periódicos. Años más tarde un aleman, de nombre perdido para crónicas y diretes, intentó cubrir la misma etapa. Mucho mejor que nuestro admirado Piedrahita, llegó con vida a Tunja… solo para derrumbarse en la Plaza Central de la ciudad boyacense. Muerto también. En fin, la cosa mejoraba, pero coincidirán en que no era para tirar cohetes…
Por eso no es de extrañar el alivio que sintieron las autoridades al encontrar a Carlo Pastore. Nos explicamos… Carlo era uno de los 25 participantes que en 1929 participaron en la primera carrera ciclista por etapas de Colombia. ¿El recorrido? Lo han adivinado, de Bogotá a Tunja, y luego volver, porque el pedalista es el único hombre que tropieza varias veces con la misma piedra. En fin, que este Pastore, italiano él, se retrasa mucho en pasar por el último punto de control. Nadie tiene constancia de su retirada así que todos, vistos los antecedentes, temieron un desenlace fatal. Imaginen el suspiro cuando lo hallaron en la cuneta, sí, pero desnudo y acompañado de cierta dulce campesina que enrojecía por momentos. Los dos piden perdón, se visten, besito de despedida. Ojo porque nuestro Pastore terminará octavo, que no es mal puesto a tenor de las circunstancias.
En fin, no eran comienzos muy halagüeños, lo reconocemos.
Pero eran comienzos.
"Libertario y libertino"
Los de nuestro protagonista entre los profesionales pintan bastante mejor, la verdad. “Una fuerza de la naturaleza y un hombre libre, libertario y libertino”, me dice Matt Rendell, autor del magnífico Olympic Gangster, la mejor manera de entrar en la vida de José Beyaert. “Buscaba escapar de cualquier orden. De cultura, de lengua, de jerarquía”. Insolente desde el principio. Se impone en la primera carrera con los buenos, sobre el pavé de La Cressonnière. Argelia. Bate a Lambretch, también a un joven bretón que se llama Louison Bobet y parece apuntar maneras. Va para estrella, cuentan. Poco después está a punto de cobrarse una pieza legendaria. Otros adoquines. París-Roubaix, nada menos. Pero pincha en el último kilómetro. Su sueño al limbo. Al final aquel año hay dos ganadores, porque la organización confunde a los escapados metiéndolos en las tripas del velódromo. Solución salomónica, diamantes de granito que pasan a la biografía de André Mahé y de Serse, el Coppi más feo y menos triste…
Así que José es de los buenos. Destaca. Por piernas y por carácter, siempre indómito. Cuenta que en una ocasión se lió a puñetazos con dos equipiers de Gino Bartali que fueron a reclamarle por no haber cumplido un pacto en carrera. “Es que vinieron con un cuchillo”, contó mucho después. Se hacía respetar. Y el corrió Tour, claro. Equipos regionales. París, primero, selección de Île-de-France-Nord-Ouest más tarde. Poca presencia en carrera. Puesto anónimo en 1950, abandono en 1951. Pero el codearse con los mejores… ahh, qué sensación. Koblet, Magni, Coppi, Kubler. Qué bien andan, qué fácil ruedan. José duda, no sabe si alguna vez será como ellos. Así que decide arriesgarse, tomar la decisión.
A finales de julio, año 1951, Beyaert compite en el Grand Prix des Alliés. Será su última carrera en Europa.
¿Y cómo les puedo mostrar yo que es posible?
Hay tertulia. Unos dicen que es una tienda de bicicletas, otros que un bar donde toman “tintos”. Bogotá. Efraín Forero, Donald Raskin, Guillermo Pignalosa, Mario “Remolacho” Martínez y Jorge Enrique Buitrago, más conocido como “Mirón”. Periodistas, miembros de la Federación Colombiana de Ciclismo. Incluso un corredor en activo. Forero, a quien muchos llaman el Zipa (porque nació en Zipaquirá, como Egan Bernal), y todos acabarán conociendo como “El Indomable”. Carne de relato, ya ven.
Cuentan que si la idea salió de él. De Efraín. Una Vuelta a Colombia, oigan. Sí, una Vuelta, como las que hacen en Italia o en Francia. Los otros no están seguros. Unos años, hombre. Unos años. Si aquí no hay nada de asfalto fuera de las ciudades, si apenas tenemos 8.000 kilómetros de caminos que más parecen cauces. Pero Buitrago reflexiona. Trabaja en el periódico El Tiempo y entiende las posibilidades del asunto. Si me demuestras que se puede hacer yo te busco apoyo financiero.
Y así empieza todo.
A Forero se le ocurre una idea. Miren, haré en bici el trecho más complicado de la futura Vuelta. Sí, Bogotá a Manizales, 300 kilómetros. Si yo solo puedo, un paquete también podrá. Así que se lanza. Detrás lleva un coche donde van Donald Raskin y Mario Martínez. Todo bien hasta Honda. Más o menos tranquilo. Pero luego llegan a Mariquita. Y allí se alza una pared inconquistable. El Páramo de Letras. ¿Quieren números? Un puerto con 80 kilómetros de longitud que corona a 3677 metros de altura. Ya ven, el infierno. Con eso no pasan, les dicen a los del coche. Ruedas muy finas, poco motor. Y el ciclista piensa. Den ustedes un rodeo, yo tiro para arriba. El auto no puede, el hombre sube. Todos acaban llegando a la capital de Caldas. El Zipa Indomable lo hizo un par de horas antes. Montado en su cicla.
Puede empezar.
La primera Vuelta a Colombia
El dos de octubre de 1951 Beyaert toma un avión rumbo a Bogotá. Una semana más tarde se celebra, por todo lo alto, la inauguración del Velódromo Primero de Mayo, y allí estará José, campeón olímpico, como máxima estrella. Y, bueno, ya que fue… pues se quedó. A correr la Vuelta, nada menos. La Vuelta a Colombia, que empieza en enero de 1952. Segunda edición. Una locura. La mayor de siempre, quizá.
Porque nada es en esa competición como lo que ha mamado siempre el galo. No hay apenas asfalto, no hay equipos, no hay rasgo alguno que recuerde al Tour o al Giro. ¿Dónde están los Coppi, los Koblet? Allí mandan aquellos muchachos bajitos y morenos, de pocas palabras, que parecen enajenados cuesta arriba y a los que aun nadie llama escarabajos, porque el escarabajo original, Ramón Hoyos, todavía no apareció.
José siente miedo. Qué hago yo aquí, qué es todo esto. Pero le empieza a gustar, porque al final siempre fue un aventurero. Ataca casi de salida en la primera etapa. Cuesta abajo, que es algo que sorprendía mucho a los colombianos. Ellos no saben descender, dirá después, no tienen técnica, solo arrojo, y eso a la larga es malo. Así que se destaca desde el principio… solo para desfallecer más tarde. Puertos por encima de los 3.000 metros, monstruos como Letras. A Beyaert le da una insolación, sangra por la nariz a causa de la altitud, debe vadear ríos con la bici al hombro, esquivar quebradas, corrimientos de tierras, cascadas que caen directamente sobre su espalda. Al principio quiere abandonar, fingir una caída en el Alto del Trigo para que no parezca todo tan descarado. Pero le da miedo… la senda cuelga sobre el barranco. Bah, no importa, sigamos. Qué deliciosa locura. Qué sensación de felicidad.
Dos semanas más tarde José Beyaert vence en la segunda Vuelta a Colombia. Es el primer extranjero, el único (junto con el español Gómez del Moral) que podrá hacerlo hasta el año 2013…
Una leyenda
Viernes cinco de enero de 1951. Hace frío en Bogotá. Noche de Reyes, regalos. Menos para ellos. Nueve de la mañana, treinta y cuatro tipos de pelaje variado esperan a las puertas del periódico El Tiempo. Van en bicis, pero pocas, muy pocas, son “de carreras”. Trabajo, paseo, incluso alguna sin barra horizontal. Claro que tampoco visten como los ciclistas de hoy en día, no se vayan a pensar. Es más naif, más inocente. Todo lo que se puede dentro de un país inmerso en plena época de “La Violencia”, parados ante un periódico cuya edición anuncia cada mañana, letras grandes, que es publicada “bajo censura oficial”. Ya ven, quién en su sano juicio hubiese organizado una carrera en esas circunstancias…
Diez etapas, un total de 1157 kilómetros, tocando en salida y llegada las poblaciones de Bogotá, Honda, Fresno, Manizales, Cartago, Cali, Sevilla, Armenia, Ibagué, Girardot y de nuevo a la capital. El vencedor cubre casi 45 horas y 30 minutos, a una media de 25 kilómetros por hora. El último clasificado, Miguel Rengifo, emplea 16 horas más, y su media total no superará los 19 kilómetros por hora…
Dos semanas más tarde los supervivientes entran de nuevo en Bogotá. Como todos ustedes habrán imaginado quien lo hizo más rápido fue Efraín Forero. El Zipa Indomable.
Así que se queda en Colombia. José, decimos. Admirado por todos, compitiendo, ayudando con su sabiduría a que creciese el ciclismo de allá. Teniendo problemas con las costumbres, claro, porque aun se sentía extranjero. Como cuando le despertaron a las seis de la mañana antes de una etapa. Tienes que ir a misa. Nunca he ido a misa, no me jodas, le dijo a Efraín Rozo, sacerdote oficial de la Vuelta (años más tarde condenado por abusos sexuales, añadimos).
Sigue corriendo. Figura respetada, una de esas a las que todos miran si hay que levantar la voz. Sucede en 1954, cuando los ciclistas realizan una queja oficial a la organización. Que algunos han tenido un traslado sencillo entre jornada y jornada, que otros hemos ido en las condiciones más paupérrimas. Beyaert es portavoz, porque ya habla muy bien castellano, y conoce el ciclismo y… bueno, lleva gafas. Tiene consecuencias, claro. Dos policías militares acompañados de un sargento lo detienen. Está usted acusado formalmente de sedición. Dicen que es comunista, espía, agitador, quién sabe cuántas cosas más. Acaba librándose por su buena estrella…
Seleccionador nacional
Y luego… entrenador. Primero la selección colombiana que acude a la Route de France (desastre total). Son las primeras aventuras internacionales. Hablo con Sinar Alvarado, periodista cafetero especializado en la bicicleta. “Él fue el primero en abrir el ciclismo de acá para el mundo, en mirar hacia fuera, competir por otros países, llevar a sus muchachos hasta Europa. Contribuyó a la modernización de nuestro deporte. Figura fundamental”. Matt Rendell abunda en la idea. “El ciclismo en Colombia es un fenómeno autóctono, pero José trajo técnicas de entrenamiento a esta tierra. Y también introdujo la idea de que el deporte europeo estaba a nuestro alcance”.
Alcanza la cima en 1969, con la victoria de su pupilo Pablo Enrique Hernández en la Vuelta. El infierno llega tres años más tarde. Expulsado de la carrera tras un positivo de uno de sus chicos. Un error, nada más que un error. Se cambiaron los botellines. Todas esas cosas…
¿Amateurismo? En fin, cómo expresarlo… más aun. Cada ciclista tenía mecenas personales. Negocios, empresas, fábricas. Esos eran frecuentes. Pero también estaban los otros. A Rubén Darío Gómez lo patrocinó una librería de Pereira primero, luego una tienda de camisas, después la ciudadanía entera, mediante suscripción popular. Roberto “Pajarito” Buitrago llegó a la Vuelta gracias a las limosnas que fue reuniendo el párroco de Guayatá, su pueblo. Y los gastos de Cochise Rodríguez los pagaba una rendida admiradora, esprando recibir alguna contraprestación en forma de ramo de flores, suponemos.
Los premios tampoco daban para demasiado, no se crean. Por ganar la primera Vuelta, por ejemplo, el Zipa Forero ganó un traje a medida de Sastrería River o cortes de pelo gratis durante un año en Peluquería Evel. Además le prometieron una casa, pero (vaya usted a saber la razón) esa no le llegó nunca. Los únicos 720 pesos que recibió por su gesta le vinieron desde la Planta de Soda en la que trabajaba. Sus compañeros habían hecho escote para que pudiera tener algo de lucro…
La historia definitiva la cuenta un tal Arévalo, natural de Nariño. Ciclista, o algo parecido. Lento, malo. Va de los últimos en una etapa de esta primera Vuelta a Colombia, la faz que es polvo que es máscara de muertos. Ese tono. Pista de balasto, como la mayoría en la carrera. Averías. Muchas. Se detiene a poner un parche, inflar la rueda. Junto a él, un campesino que observa con ojos curiosos. He pinchado cuatro veces en veinte kilómetros. Ya no puedo más. Y el otro que mira al ciclista, mete la mano en el bolsillo, le tiende unas monedas. “Toma, chico”, dice, “esto lo he ganado aguantando el mismo sol que tú. Sé de tu sufrimiento. Úsalo”.
Eso era la Vuelta a Colombia. Una carrera en la que campesinos compadecían a ciclistas.
¿Y luego? En fin, a partir de aquí la cosa se vuelve realismo mágico, que para eso estamos en Colombia. También torna truculenta, que para eso estamos… bueno, ustedes me entienden. A veces las casualidades son tan increíbles que hacen bola con la incredulidad, pero así lo cuentan. Otras hay tantas aventuras que nuestra historia parece novela (o no, ningún escritor con dos dedos de frente pondría tantas audacias una detrás de otra).
Veamos. José y su mujer abren un restaurante. Bien, tampoco es tan extravagante. Solo que allí, si hacemos caso a sus palabras, se decidió el destino de Colombia. Cuenta que en su mesa se reunieron representantes de la ANAPO y el Partido Conservador. Nada extraño… salvo que eso sucedió la noche del 19 de abril, año 1970. Es decir, cuando las elecciones. Esas, sí. Las que dieron vencedor a Rojas Pinilla (candidato de la ANAPO) en un primer momento, y se corrigieron a la mañana siguiente. Oigan, miren, que hemos contado mal, que gana Misael Pastrana. Sí, por sesenta mil votos que se nos habían quedado aquí descuidados, en estas urnas tan raras. Vale, vale, la ANAPO sumaba más ayer que hoy, pero eso eran errores de contabilidad, ¿ustedes nunca se han olvidado de llevarse una? Desconfiados…
No vamos a meternos en las implicaciones de esos comicios de cara a la historia posterior de Colombia (que fueron muchas, como siempre allá), pero si merece la pena detenerse en las palabras de José. Dice que en su cantina, sentaditos alrededor de la tabla, se vendió y compró el gobierno de un país. Ahí es nada…
Segunda parada… esmeraldero. Contrabando, dureza, muerte en las minas. Sacar, a veces, un corazón verde desde la roca oscura y poder vivir de rentas durante meses. Mundo violento. Cuando hallas una esmeralda la escondes. En la boca, en otros sitios. Que no te maten para robártela. Cuentan que si Beyaert estuvo inmerso en un par de muertes. Un amante de su mujer. Otro buscavidas. Rumores. “Es imposible saberlo con exactitud”, comenta Rendell, “pero muchas veces él me dijo personalmente que había hecho cosas. Cosas. Aunque no iba más allá, no quería mencionarlo”.
Tercer hito. Maderero. Balso, un árbol que crece en Colombia y da flores blancas enormes, exuberantes. Su tronco cuenta con una densidad única en el mundo. Perfecta para hacer balsas, por ejemplo, de ahí el nombre. El problema es que balsos hay en la selva subtropical, así que para allá que se fue José Beyaert con un puñado de herramientas y mucha inconsciencia. “Él siempre fue un extranjero, aunque se colombianizó bastante”, dice Alvarado, “tuvo nexos con mucha gente, fue un tipo muy polifacético”. Un día estaba bañándose en un río cuando los nativos empezaron a gritar, espantados. Hay pirañas, hay pirañas. O tarántulas. O mapanás, serpientes verdes como esas esmeraldas con las que ya no sueña. Cada tramo era más peligroso que el anterior.
Hasta que llegó al último, claro.
José siempre estuvo en contra del narcotráfico. Al menos eso decía. Como los capos viejos en Galicia, los que solo contrabandeaban tabaco y el perico ni tocarlo. Pues él igual. Pero oye, la vida da tantas vueltas… Y a una aventura le sucede otra mayor. Así que Beyaert conoce a José Gonzalo Rodríguez Gacha. “El mexicano” por alias. ¿Les suena? Vale, probemos otra vez. Cofundador y uno de los miembros más representativos del Cártel de Medellín. ¿Ya? Encargado del ala militar, dicen algunos, en esa organización. Culpable del exterminio que sufre la Unión Patriótica. Detallitos. Muchos vinculan a ciclista y narco. Inicialmente por el comercio de esmeraldas. Luego lo otro. Eso explicaría, desde luego, los continuos viajes de Beyaert hasta pequeñas islas del Caribe consideradas como puntos de escala para mulas cargadas de coca…
¿Buscan morbo? También tenemos algo, claro. El primer día, primera etapa en la historia de la Vuelta a Colombia. Adonías Ortega se estrella contra un camión y rompe su hombro. Poco después Pedro Nel Gil cae, quiebra unos cuantos dedos de la mano, luxa también la clavícula. En fin, nada que no se pueda arreglar con un buen tirón… así. Ay. Ve las estrellas, pero terminará la etapa. Y la Vuelta. En tercer lugar. Ya ven. Por delante Roberto Cano, quien sufre un accidente camino de Girardot, que está inconsciente cinco minutos, que luego se levanta y sigue. Segundo en la general.
Resbalón en un descenso
Tampoco el primero, Efraín, fue ajeno a estas desgracias. Un descenso, un resbalón, varios metros hasta quedar atontado en la cuneta. Lo encuentra su propia madre, que iba siempre en un coche acompañándolo. Apoyo moral y mecánico, que la buena señora sabía bastante de tuercas y cadenas. Ambos se abrazan. El hombre caído, la mamá. Una Pasión. Y luego ella rompe con sus deseos, vuelve a subir al hijo a la bici, susurra palabras de ánimo en su oreja. Que no me entere yo que te retiras, que no me entere yo que te rindes, Efraín.
Y Efraín siguió.
Lo olvidaron con los años. A José. En Colombia. Tanto que volvió para Europa. Morir en paz y tranquilidad, año 2005. Lo único que hizo así, vaya.
Pregunto por él. “Fue un hombre que quiso pertenecer, pero en sus términos”, me dice Matt. Qué pensaría ahora con los colombianos dominando el mundo del ciclismo, con un “escarabajo” como vigente vencedor en el Tour de Francia. Sinar reflexiona. “Creo que estaría muy complacido al ver que él tenía la razón. Dijo que la Vuelta a Colombia era lo más duro que había corrido, y que los ciclistas de allá tenían coraje para superar cualquier dificultad. Así que sí, estaría complacido y orgulloso por haber sido uno de los descubridores del potencial de esta tierra como cantera del ciclismo”. Rendell apunta a nombres concretos. “Le gustaría ver a los sprinters, a Gaviria. También le agradaría Nairo, porque tiene algo de su mismo espíritu. Libertario, orgulloso, incluso pugnaz”.
Puede ser. O quizá ni siquiera reconociese esta bicicleta, esta Colombia, tan distinta a la que él vivió…
Fuente: Diario El Confidencial