El niño despertó sobresaltado antes del amanecer pero se tranquilizó al comprobar que a su lado seguían durmiendo sus hermanitos.
Los flejes del elástico desvencijado se hundían con el peso de los tres chiquitos amontonados en el camastro de una plaza hasta tocar el piso helado de cemento invernal. Fue en ese momento cuando “Bichuchi” advirtió que en la humilde casa estaban todos quienes habían comido el guiso de anoche menos su padre, Don Vicente Roque Evangelista.
Doña María Adelcia Chamorro, su madre, le confirmó con el primer mate de la mañana a él y a sus hermanos Adriana y Rober que el padre se había marchado para siempre sin rumbo y sin plan; luego, sin angustia, se fue a limpiar y cocinar en una casa del mismo barrio, Villa Española.
Fue después de ello que Alfredo quien tenía 14 años en el transcurrir de ese 1969 le rogó que lo dejara ir al gimnasio para aprender a boxear tal como se lo había inculcado su padre quien por tener una pierna rígida rengueaba y nunca pudo darse el gusto de practicar.
Por cierto que el chico después de aprender, entrenar y tener la licencia como boxeador aficionado dejó su Montevideo natal y se vino para Buenos Aires, la ciudad del Luna Park donde en el inicio de las tardes se podía ver entrenar en su gimnasio de la esquina de Lavalle y Bouchard a Carlos Monzón y Víctor Galíndez; a Gustavo Ballas y Horacio Saldaño; a Ringo Bonavena y Falucho Laciar…
Tenía buenas condiciones el uruguayo Evangelista. Era veloz de piernas, descargaba rápido sus golpes en la media distancia, se lo veía guapo para prenderse e inteligente para salir. Tanto fue así que Víctor Emilio Galíndez lo eligió como sparring estrella en la preparación para su pelea contra Len Hutchins cuando ganó el título mundial de los semipesados el 7 de diciembre de 1974.
No obstante y a pesar de haberlo intentado varias veces no logré convencer a Tito Lectoure –el dueño del Luna- que le diera una chance. Tito me decía que Evangelista era muy chico para peso pesado –medía 1.88 y pesaba 90 kilos – y muy grande para medio pesado. Solía repetirme: “No está para Bonavena, lo mata, vamos todos presos…”.
Fue así que cansado de buscar una oportunidad y después de haber deambulado como amateur por Brasil y Argentina, Evangelista regresó a Montevideo en 1973. Y después de varios combates en el Palacio Peñarol –club del cual es hincha– se encontró con un patriarca del boxeo uruguayo, Don Hortensio Gularte quien supo ser un famoso boxeador de los 30′ y después el mejor referí hasta avanzados los años 60′.
A cambio del 10 por ciento de todo cuanto fuera capaz de generar, Gularte le recomendó a Evelio Celestino Mostelier un célebre ex boxeador cubano conocido como “Kid Tunero” (nacido en Victoria de las Tunas), el “Caballero del Ring”, ídolo en toda Europa y especialmente en Barcelona en los años 30′ y 40′ la conducción técnica de Alfredo en España.
De tal manera que en 1975, cuando tenía 18 años, Evangelista sentía la sensación inaugural de muchas cosas: primer viaje en avión, primer colchón mullido, primeras sabanas limpias, primer baño individual de cuarto, primeras comidas cuidadas, primeras vitaminas y primeros asistentes de entrenamientos: director técnico jefe (Kid Tunero), preparador físico, medico, sparrings… Una nueva vida en un hostal próximo al Parque del Retiro en Madrid. Un sueño.
En la segunda pelea lo puso KO al argentino Santiago Alberto Lovell en el 2° round (Bilbao) y en la sexta al temible vasco Urtain en el 7° (Madrid). Rápidamente adoptó la ciudadanía española, pasó a ser admirado y logró el título europeo de los pesados. Fue por ello que cada vez que le hacían una entrevista manifestaba con visible emoción dos deseos: traer a su madre que estaba en Montevideo y encontrar a su padre en algún lugar del mundo pues llevaba siete años buscándolo.
Todo le sucedió de golpe a Evangelista pues llegó a su vida un sólido empresario de finos modales dedicado especialmente al espectáculo de los toros llamado José Luis Martin Berrocal. Su inversión inicial como mecenas de Alfredo fueron 120.000 dólares toda vez que Berrocal sabía que Don King buscaba rivales accesibles para su estrella Muhammad Alí. Por entonces Muhammad tenía 35 años y venía de batallas triunfantes a un altísimo costo de salud, especialmente las que libró ante de Joe Frazier (KOT en el 14° asalto en Manila) y aquella otra frente a Ken Norton a quien venció por puntos sin olvidar las intermedias contra Jean Pierre Coopman, Jimmy Young y Richard Dunn sabiendo que aún lo esperaba León Spinks. O sea que lo que necesitaba Alí era algo tranquilo, comprensiblemente fácil. Y Berrocal antes de patrocinar a Evangelista comprándole un departamento y un coche ya estaba en gestiones con Don King para realizar la sorprendente pelea.
Un día llegó Evangelista al Palacio de los Deportes de Madrid para entrenarse y un empleado le entregó una carta despachada desde el correo de Panamá. La firmante de la misiva era una mujer que juraba tener un vecino que decía ser uruguayo y además padre de un boxeador que estaba en España.
Sin pensarlo, Alfredo Evangelista armó un bolso, se tomó el primer vuelo desde Madrid a Panamá vía Bogotá, contrató a un taxista en el aeropuerto para que lo llevara a la dirección del sobre y lo esperara el tiempo que hiciere falta. Al llegar al lugar, un villorio levantado sobre una calle de tierra blanda, una mujer acompañada por tres niñitos agarrados a su pollera y otro en el vientre, lo recibió en la puerta diciéndole que esos chiquitos eran sus medio hermanos y que su padre vendría de trabajar en cualquier momento pues lo estaban esperando para poder comprar comida. Al igual que en Montevideo, Don Roque Evangelista se ganaba la vida haciendo changas diarias e informales que incluían albañilería, pintura, jardines… Alfredo le dio dinero a la mujer para que todos coman ya mismo y se sentó a esperar a su padre silbando sin cesar. El sonido grave de las octavas era un código con el cual desde chico Alfredo y su padre se conectaban antes de verse, antes de dar la vuelta a la esquina de la casa. Ambos se llamaban y se identificaban a través del silbido. Y en ese atardecer el boxeador campeón de Europa no paraba de silbar.
Fue así que pasadas varias horas de espera escuchó la réplica de su silbido llegado desde un espacio celestial; inequívocamente su padre se aproximaba, era él, era su sonido. Alfredo salió disparado al encuentro de Don Roque a quien buscaba desde hacía siete años y el abrazo entre ambos, húmedo y trenzado, duró más de lo que dura un round.
Evangelista entonces se llevó a su padre a Madrid y cumplió al mandarle dinero mensualmente a sus medio hermanos por algún tiempo. Ya de regreso y en plena preparación le confirmaron la gran pelea –la pelea de su vida– frente a Muhammad Alí para el 16 de mayo de 1977 en el Capitol Centre de Landover, Maryland. Para entonces Alfredo ya se había casado con Lupe –su primera esposa– del cual nacerían Loredey (43 años) y Alfredo (35).
Kid Tunero, el director técnico de Evangelista no estuvo de acuerdo con la realización de éste combate y renunció pues consideró que su boxeador aún no estaba listo para semejante pelea. Pero Berrocal, el manager inversionista lo desoyó y siguió adelante. Para ello trajo desde Montevideo a Adrián Rivero, un entrenador que había atendido a Alfredo en su adolescencia y le dio la tutoría de todo el grupo a su amigo José María Martín, un regordete de pícara mirada que parecía estar en todo menos en lo que necesitaba Evangelista.
La quimera de Evangelista se había transformado en un sueño cumplido pues en un departamento de la Av. del Generalísimo cerca de la Castellana –con parque y pileta– había reunido a su madre a quien trajo desde Montevideo y a su padre –al que arrancó de Panamá– convertido en su asistente personal para armarle el bolso, manejar el coche y no despegarse de su lado adonde quiera que fuese incluyendo el rincón del ring de la sublime noche contra Muhammad Alí.
Recuerdo muy bien aquel acontecimiento pues cubrí la pelea para El Gráfico y entre otras cosas escribí:
— “Cuando el Capitol Center prendió las luces y de los parlantes emergía el sonido estereofónico de una música frenética, Alfredo Evangelista se vio en el ring frente a Alí ante 12.000 espectadores ansiosos. Todo había sido rápido. El libro de su vida se abría en un capítulo cuya introducción era la locura. Don King tenía sobre el ring al cómodo rival de Alí; cincuenta uruguayos radicados en los Estados Unidos faltaron a sus trabajos en diferentes ciudades para llegar hasta Landover y dos charters con quinientos españoles se disponían a ser testigos de la aventura más fantástica del boxeo español”.
— “Hasta el sexto round todo pareció una farsa: Alí no sacó una sola derecha como si se cuidara de pegarle a un rival de huesos nuevos y mirada ingenua. Manejó la distancia con su clásica rotación y tuvo tiempo de hablar para la televisión en un descanso (del 4° al 5° round), parlamentar con su adversario, hacerle señas de que se quedara quieto o lo atacara y posar para los fotógrafos. Frente a él, un chico lleno de coraje y dignidad. ¿Qué otra cosa que guapear, pelear seriamente y tirar sus golpes podría hacer Evangelista? Lo notable es que no lo achicó la imagen del gran Muhammad, ni tampoco el marco. Hizo todo cuanto pudo y lo hizo bien. Fue digno y Alí lo destacó en la conferencia de prensa abriéndole un crédito al futuro”.
Aquella digna actuación le permitió enfrentar a los mejores pesados en los principales escenarios del mundo hasta 1988. La lista incluye a campeones como León Spinks con bolsas que fueron desde los 100.000 dólares –Muhammad Ali– hasta los 300.000 dólares cobrados por enfrentar a Larry Holmes; en total superó los 2 millones de dólares en 79 peleas tras 13 años de pelear.
Hoy que llegó a los 65 el tiempo le presta un poco de desasosiego a Alfredo en Zaragoza para que disfrute de todo por lo que luchó: del hogar junto a Esperanza Navas –su segunda esposa– madre de Alejandro, de sus otros hijos, de sus nietas Daniela (13) y Valeria (10), de sus discípulos del gimnasio KioBox de Santa Isabel, de sus charlas, clínicas y seminarios en Vigo, Lugo o Cantabria. Y de una libertad que perdió por una cuestión de drogas durante casi seis años (1994 al 2000) en la cárcel de Carabanchel.
La vida de Alfredo Evangelista sigue siendo aquel interminable combate contra Muhammad Alí: pelear para encontrar a su padre después de siete años, para volverlo a casar con su madre y vivir junto a ellos hasta el último día de sus vidas, para formar un hogar, para mantener a su familia unida y prospera, para que sus hijos sean dignos y para pagar sin quejas los errores de la fama.