Hablar de Anatoly Karpov y Garry Kasparov es hablar de la rivalidad más grande en la historia del ajedrez y una de las más intensas en el deporte mundial.
Durante los años 80, sus duelos paralizaron al planeta, convirtiéndose en mucho más que partidas sobre un tablero: eran el reflejo de dos estilos, dos generaciones y hasta dos ideologías enfrentadas en plena Unión Soviética.
Pero, ¿qué fue de ellos después de bajar la cortina de las grandes batallas? Hoy, ya septuagenario uno y sexagenario el otro, sus vidas siguen siendo tan diferentes como lo fueron sus jugadas.
Karpov: el campeón del sistema
Anatoly Karpov nació en 1951 y hoy tiene 74 años. Fue el “hijo predilecto” del ajedrez soviético, campeón del mundo entre 1975 y 1985, y nuevamente monarca de la FIDE en los años 90. De estilo metódico, preciso y paciente, representaba el ajedrez científico que la URSS presumía al mundo.
Tras perder la corona frente a Kasparov en 1985, su carrera continuó al más alto nivel, pero también incursionó en otros terrenos. Con el colapso soviético, Karpov se volcó a la política: desde 2011 ocupa un escaño en la Duma Estatal de Rusia, alineado con el oficialismo de Vladimir Putin. Además, ha sido vicepresidente de la Federación Rusa de Ajedrez, editor de la revista 64 y organizador de torneos internacionales.
En lo personal, está casado con Natalia desde hace décadas, aunque siempre ha mantenido un perfil bajo sobre su vida familiar.
Su salud, sin embargo, se convirtió en noticia en 2022 cuando sufrió una caída que lo dejó en coma inducido. Aunque logró recuperarse, su estado físico ya no es el mismo y sus apariciones públicas son cada vez más esporádicas.
Con un patrimonio estimado en cinco millones de dólares, Karpov sigue siendo referencia en el mundo del ajedrez y la política rusa.
Kasparov: del tablero a la oposición
Garry Kasparov, nacido en 1963, tiene hoy 62 años. Fue el niño rebelde que derrumbó el reinado de Karpov con un estilo agresivo e innovador que sacudió al ajedrez. Entre 1985 y 2000 dominó como campeón del mundo y consolidó una imagen de genio indomable.
En 2005, con apenas 41 años, anunció su retiro para dedicarse de lleno a la política. Desde entonces se convirtió en una de las voces más duras contra Vladimir Putin, al punto de ser declarado “extremista” por el Kremlin. Su activismo lo llevó al exilio: primero en Londres, ahora en Nueva York, donde reside con su esposa, Daria.
Kasparov no solo se ha mantenido como disidente político, sino que ha extendido su influencia a través de la Renew Democracy Initiative y la Kasparov Chess Foundation, con la que promueve la enseñanza del ajedrez en escuelas. Además, fundó Kasparov Chess, una plataforma digital que combina juego en línea, cursos y lecciones magistrales.
Aunque retirado, de vez en cuando vuelve a sorprender en torneos de exhibición. En 2024, en St. Louis, se midió en modalidad Chess960 contra grandes maestros estadounidenses y todavía demostró destellos de genialidad.
De enemigos irreconciliables a respeto mutuo
En los años 80, las conferencias de prensa eran tensas: apenas se dirigían la palabra y cada gesto se interpretaba como un golpe psicológico. La FIDE incluso tuvo que intervenir en su maratónico duelo de 1984-85, suspendido tras 48 partidas que parecían no tener fin.
Kasparov acusaba al sistema soviético de proteger a Karpov; Karpov se defendía como campeón legítimo. Esa enemistad se trasladó luego al campo político, donde uno abrazó al poder y el otro lo confrontó sin concesiones.
Con los años, sin embargo, los tonos bajaron. Aunque nunca fueron amigos, ambos han reconocido públicamente que sin el otro jamás habrían alcanzado la cima. Kasparov lo resumió en una ocasión: “Necesité a Karpov para ser quien fui”. Karpov, por su parte, admitió que Kasparov elevó el ajedrez a un nuevo estándar competitivo.
En eventos recientes se les ha visto intercambiando recuerdos, incluso con una sonrisa nostálgica, conscientes de que su rivalidad definió una era irrepetible.
Dos vidas, un mismo legado
Hoy, Karpov y Kasparov representan caminos opuestos: uno, diputado en Moscú, símbolo del sistema que lo respaldó; el otro, exiliado en Occidente, convertido en disidente político y referente moral.
Lo que nunca cambiará es que, en el imaginario del ajedrez y del deporte mundial, sus nombres estarán siempre unidos. No por amistad, sino por la certeza de que escribieron juntos uno de los capítulos más legendarios e intensos que el tablero haya conocido.