BUSCAR EN EVERGOL

Imagen

Me descubrí el otro día a mí mismo escribiendo una carta. No una postal de circunstancias ni un 'post-it'. Una carta. Admito el anacronismo, la extravagancia, aunque en mi caso el esfuerzo puede considerarse todavía mayor porque siempre ejercí una letra ilegible, como los médicos o como Mariano Rajoy. Ni siquiera la entiendo yo mismo.

Tiendo a pensar, incluso, que el hermetismo de mi escritura infantil y adolescente era una manera de encubrir la propia ignorancia en los exámenes. El niño los suspendía no porque hubiera desatendido los estudios, sino porque los profesores renegaban del esfuerzo que implicaba descifrar la letra. Mis razones tenía: el apellido Amón suponía un derecho y una obligación respecto a las fórmulas jeroglíficas.

Hemos dejado de escribir a mano. Los estudios demuestran que el 75% de los españoles evita 'pronunciarse' con un bolígrafo o un lápiz. Prevalecen los mensajes de texto. No solo por el impacto evolutivo del correo electrónico, sino porque la proliferación de aplicaciones en los 'smartphones' remedia el esfuerzo que supone encontrar un papel y aplicarse a recubrirlo de tinta.

 

Nunca se ha escrito ni leído más que ahora en la historia de la Humanidad. Y puede que peor tampoco. Las abreviaturas, los emoticonos, la economía de medios han ido subordinando el esfuerzo de la caligrafía, hasta el extremo de que algunos pedagogos se cuestionan la utilidad de perfeccionar la escritura cuando la hemos relegado frente al predominio tecnológico.

 

La escritura, en realidad, nos define como amanuenses de nosotros mismos. Que se lo digan a los grafólogos. A Luis Bárcenas. Y a las sentencias de ejecución de muerte. Que se lo digan a Caravaggio, cuando firmaba sus lienzos tremendistas con un reguero de tinta roja, como si fuera el brote espeso de una hemorragia.

Reivindicar la escritura

Tanto se cuestiona la utilidad de escribir, tanto me parece más necesario reivindicarla. La cualificación del ser humano proviene de la noción de lo superfluo. La forma es el fondo. Y la evolución de la humanidad no se entiende sin el hallazgo de la escritura en su física y su metafísica. Cuando amaneció en Mesopotamia y en Babilonia. Y cuando Sánchez Ferlosio, se me ocurre, enviaba sus artículos manuscritos a 'El País'.

La literatura de Charles Dickens empezaba en su relación orgánica con la tinta y el papel. En el esmero con que revestía las palabras de una solemnidad formal. “Escribir”, decía, “forma parte de la trama”. A Mozart le sucedía lo mismo sobre el pentagrama. La orquesta ya resonaba entre las blancas y las corcheas manuscritas. Ni un tachón. Ni una rectificación. La mano era la prolongación de su ingenio. La tinta iluminaba el pergamino. Tolstói padeció artrosis a cuenta de su grafomanía. Y cuántos crímenes resolvió Sherlock Holmes gracias a las pruebas incriminatorias de una vocal abierta o de una consonante cerrada. Porque la escritura a mano nos involucra, nos delata, todo cuanto no sucede con un mensaje de WhatsApp más o menos despersonalizado.

Lo que comenzó como un juego de salón victoriano —la grafología— se convirtió en una ciencia extrañamente respetada. Es impactante descubrir que, a finales del siglo XX, las principales empresas europeas y estadounidenses todavía se valían de las pericias de la escritura para decidir sobre las contrataciones.

Hemos dejado de escribir, tal como lo prueba aquel episodio del que fue protagonista Gordon Brown cuando el entonces primer ministro británico expresó sus condolencias a la madre de un soldado caído en Afganistán. Estaba claro que enviarle un manuscrito probaba una mayor implicación personal en el pésame. El problema sobrevino al descubrirse que la misiva contenía embarazosas erratas y resultaba ilegible.

Cuenta la historia Philip Hensher en un libro 'La tinta extraviada', que se publicó hace unos años en Gran Bretaña no para abjurar de las nuevas tecnologías ni para cuestionar ese virtuosismo digital que nos convierte en los Lang Lang del Samsung, sino para recordarnos que decimos más cosas cuando escribimos a mano, aunque las palabras sean las mismas.

Y por eso nos recomienda una serie de ejercicios. Tan convencionales como escribir la lista de la compra. O tan sublimes como colocarse delante de un escritorio, solemnizar el momento, sentarse a semejanza de un concierto de piano, y escribir a la persona que quieres o que odias, rememorando aquel gesto original, originario, que hizo de los humanos una especie superior.

Hay razones culturales, simbólicas. Como parece haberlas funcionales. El esmero de la buena letra, dicen algunos expertos, activa las redes neuronales y predispone las relaciones del área motora, visual y cognitiva. La memoria también se enfatiza cuando escribimos a mano, mucho más que en el caso de un SMS. Tomamos conciencia. Damos fe. Y otorgamos a las palabras una dimensión más física.

Hay padres que evocan el momento en que su hijo empezó a gatear, o a caminar, o a hablar. Entiendo sus razones, puedo llegar a compartirlas, pero a mí se me abrieron las entrañas cuando mi 'heredero' se inició sobre el papel pautado en el misterio de las palabras.

MÁS INFORMACIÓN

© 2017 Un Equipo Adelante, San Rafael de Alajuela, Comercial Udesa Sport. Todos los derechos reservados Los derechos de propiedad intelectual del web everardoherrera.com, su código fuente, diseño, estructura de navegación, bases de datos y los distintos elementos en él contenidos son titularidad de Un Equipo Adelante a quien corresponde el ejercicio exclusivo de los derechos de explotación de los mismos en cualquier forma y, en especial, los derechos de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación. El acceso y utilización del sitio web everardoherrera.com que Un Equipo Adelante pone gratuitamente a disposición de los usuarios implica su aceptación sin reservas.