El papa Francisco nunca había dado tantos detalles sobre la grave infección que obligó a extirparle el lóbulo superior del pulmón derecho cuando tenía 21 años. Ahora cuenta con franqueza esos momentos en que temió por su vida en su nuevo libro, Soñemos juntos, donde explica que esa experiencia le permite empatizar con el sufrimiento de los enfermos de coronavirus.
En un fragmento del libro –que han avanzado hoy algunos periódicos italianos– Francisco recuerda que cuando cursaba el segundo año del seminario diocesano en Buenos Aires conoció el dolor de cerca a través de su enfermedad. “Durante meses no sabía quién era, si habría muerto o vivido. Ni siquiera los médicos sabían si sobreviviría”, explica el Pontífice. Primero le extrajeron un litro y medio de agua de un pulmón, y luego continuó “luchando entre la vida y la muerte” hasta que le operaron. “Sé por experiencia cómo se sienten los enfermos de coronavirus que luchan por respirar conectados a un ventilador”, promete.
De esos momentos el Papa recuerda especialmente a una enfermera que le salvó la vida, sor Cornelia Caraglio, que ordenó que le doblasen la dosis de tratamiento que había prescrito el médico porque su experiencia le decía que estaba muriéndose. Tampoco ha olvidado a otra enfermera, Micaela, que hizo lo mismo dándole en secreto dosis de calmantes cuando sentía demasiado dolor.
De la enfermedad Francisco aprendió varias cosas. Entre ellas, que es importante evitar la consolación barata. “La gente me decía que me iba a poner bien y que nunca iba a tener que sufrir de nuevo: tonterías, palabras vacías dichas con buenas intenciones pero que nunca me llegaron al corazón”. Después de esto decidió hablar lo menos posible cuando visita a enfermos. Se limita a tomarles la mano.
En Soñemos juntos (que en España será publicado el 3 de diciembre), el Papa responde a las preguntas de su biógrafo Austen Ivereigh durante el confinamiento y también habla de las otras dos situaciones que le recuerdan a la soledad durante la pandemia: su paso por Alemania y por la ciudad de Córdoba, entre 1990 y 1992 como provincial de los jesuitas, y luego como rector. En Córdoba estuvo un año, diez meses y trece días en una residencia jesuita de la que no salía para nada, solamente cuando tenía que ir al correo. “Fue una especie de cuarentena, de aislamiento –reconoce– como tantos hemos hecho en estos meses, y me hizo bien. Me llevó́ a madurar ideas: escribí y recé mucho”.
En Alemania vivió en 1986, cuando viajó a Frankfurt para buscar material para una tesis doctoral que nunca llegó a terminar. Para Francisco su estancia en Alemania fue “un exilio voluntario” en el que tuvo mucha nostalgia de su Argentina natal y sintió la soledad de no pertenecer, “lo que te hace un extraño”. “Recuerdo el día que Argentina ganó la Copa del Mundo. No quería ver el partido y supe que habíamos ganado sólo al día siguiente, leyéndolo en el periódico –escribe–. Nadie en mi clase de alemán dijo nada al respecto, pero cuando una chica japonesa escribió ‘Viva Argentina’ en la pizarra, los demás se rieron. La profesora entró, dijo que lo borrara y cerró el tema”.