El país centroamericano es uno de los más lluviosos del mundo, pero los fenómenos extremos por el calentamiento obligan a las navieras a pagar una tasa en función del nivel del agua.
El estrecho cinturón con que Panamá une América del norte y América del sur está diseñado al gusto de los piratas: apenas 82 kilómetros separan el Caribe del Pacífico y abren la navegación a dos mundos, un tránsito de mercancías tan jugoso que bien valía una pata de palo.
Francis Drake, en 1570, y Henry Morgan, un siglo después, hicieron de las suyas en aquel paraíso por donde también los españoles comerciaban con lo mejor del nuevo y el viejo mundo. La ruta de los negocios se fue perfeccionando con los siglos hasta que los estadounidenses inauguraron el Canal en 1914, una vigorosa fuente de ingresos que enfrenta hoy un peligro mayor que la bandera negra de la calavera: el cambio climático.
En las oficinas del Canal, el vicepresidente de Ambiente y Agua, Daniel Muschett, parece decidido a no mencionar siquiera lo que está en boca de todos. Lo llama “variación climática” porque los datos en Panamá, dice, aún no son suficientes para ir más allá. Sin embargo, la empresa pública ya ha implantado una tasa a las navieras que operan el Canal en función del nivel de las aguas, que en ocasiones es tan bajo que los barcos tienen que reducir su carga, y la búsqueda de soluciones para un futuro inmediato es incesante: desalinizar el agua del mar, traerla desde otros ríos y optimizar la que se usa en los esclusajes. Cada vez que un buque tiene que elevarse los 27 metros de altura entre el nivel del mar y el lago Gatún, por donde navegará en tierra adentro hasta avistar el otro océano, se necesitan 108.000 metros cúbicos de agua. Con ellos se llenan las recámaras que van alzando la embarcación como un ascensor líquido. Esa agua no se pierde, de igual modo iría al mar. El problema es que un día no haya la suficiente.
Panamá es el quinto país más lluvioso del mundo, empatado con Costa Rica en una lista de afortunados que encabeza Colombia. Pero el ordenador de Steve Paton, en las oficinas del centro Smithsonian en el país centroamericano, dibuja unas gráficas preocupantes: en las últimas dos décadas, se han registrado los tres años consecutivos más secos y ocho de las 10 grandes tormentas de las que hay constancia desde 1879, cuando comenzaron las mediciones en esta zona, precisamente para monitorear el futuro de la nueva vía fluvial. Por exceso o por defecto el Canal se resiente; si hay sequía, malo; si el agua llega en tromba el desastre puede ser mayor y tampoco hay capacidad para almacenar lo que manda el cielo en sus días más generosos. El Canal lleva a gala su cartel de abierto 24 horas y 365 días. Pero “en 2010, la altura del agua obligó a abrir compuertas que no se habían abierto nunca y las operaciones tuvieron que parar”, dice Paton. “Siempre es difícil determinar las relaciones causa-efecto, pero es innegable que los eventos extremos no tienen analogía en el pasado que conocemos. Respecto a la meteorología hay algunas evidencias que coinciden con las predicciones, pero es pronto para afirmar algo sobre el Canal. Nadie se atrevería a poner una fecha, pero eso no impide las certezas. “¿Si va a faltar agua en el Canal? Delo por hecho”.
Paton, que antes de cruzarse la pandemia del coronavirus iba de entrevista en entrevista hablando del mismo asunto, se apoya en otros acontecimientos para sostener sus afirmaciones: en Panamá puede que siga lloviendo igual, pero habrá ciclos de sequía, como ocurrió con el Niño, que pondrán a prueba la resiliencia del negocio naviero. Y las grandes tormentas presionarán con más frecuencia que en las películas de piratas.
Una placa y un busto de Carlos V en una placita de la Ciudad de Panamá recuerdan que fue este emperador el precursor de unir la navegación por el istmo. “Os mando que tomando personas expertas veáis qué forma habría de darse para abrir dicha tierra y juntar ambos mares”. Los franceses lo intentaron a finales del siglo XIX bajo la compañía de Ferdinand de Lesseps, laureado por su éxito en Suez. El proyecto era simple sobre el papel: excavar una enorme zanja por el punto más estrecho del país de tal forma que los dos mares se encontraran por voluntad propia en esa vía. Lesseps no contaba con los mosquitos: la malaria y la fiebre amarilla se cobraron tantas vidas que la empresa tiró la toalla y cesaron los trabajos. Aquella idea, sin embargo, ha seguido circulando hasta nuestros días. Y si el nivel del mar sigue subiendo, un día la naturaleza hará lo que Lesseps no pudo. El Caribe crece entre tres y seis milímetros al año. El Pacífico 1,5.
Los estadounidenses inauguraron el Canal en 1914. Empezaron fumigando mosquitos y cambiaron el proyecto francés a nivel del mar por uno de esclusas que ayudara a los barcos a subir 27 metros. Allí les esperaba el lago Gatún para seguir el trayecto interoceánico. Varios años costó llenar el lago represando el río Chagres. Y medio Panamá recuerda que sus antiguos trabajaron en aquella impresionante obra de ingeniería que empleó pólvora a discreción para abrir paso al agua por el corte Culebra. Los seres humanos ya le estaban tomando la medida a Dios en busca de una nueva era, el Antropoceno, donde la mano humana es todopoderosa. El Gatún ocupa una superficie de 436 kilómetros cuadrados y en su día fue, todos lo repiten en Panamá como una cantinela escolar, “el lago artificial más grande del mundo”.
Persuadido, por fin abandona la hamaca y agarra su sombrero. Pone en marcha el cayuco que trasladará a los curiosos desde Cuipo a Arenosas, un trayecto de una hora, pero otras opciones llevan más tiempo. El lago Gatún es hoy el centro de un paisaje virgen donde, al paso del coche, lo mismo se cruza un gato salvaje (o algo así) que se descuelga un mono del árbol o las mariposas morfo dejan destellos de azul eléctrico en el aire. Mientras los estadounidenses clavaron su bandera en estos parajes se ocuparon de proteger oficialmente los bosques que enmarcan el lago. La escasez de carreteras y otros servicios así como la imposibilidad de construir al borde del agua mantienen al turismo a raya. Las escasas poblaciones que lo circundan viven modestamente. “Cuando yo era niña íbamos a la escuela en barca, a veces nos correteaban los cocodrilos, pero no tuvimos ningún percance. Hoy todo está más sucio, el lago tiene algas”, dice Otilia Núñez. Con algas o sin ellas, la cuenca da de beber a 1,6 millones de personas, la mitad del país, y los pescadores sacan su renta de esas mismas aguas. El marido de Otilia, Terencio, y muchos como él en Arenosas, alquilan la barca para la pesca de ocio. Los fines de semana tienen turismo garantizado para ganar unos balboas, o dólares, que es lo mismo. Pero más que turístico es como un rincón privilegiado donde olvidarse del mundo por unos días.
Práxedes quiere que todo siga igual. Cuando él nació, hace 72 años, Panamá ya tenía su gran lago y los barcos cruzaban por él. Hoy las aguas están bajas porque es verano y miles de troncos de árboles asoman su esqueleto como un enorme cementerio del bosque que fue antes del diluvio artificial. El cayuco del agricultor, el único que navega por este rumbo, zozobra de vuelta a Cuipos como un cascarón de cacao. El oleaje rompe en la madera y riega sin compasión a los embarcados. Hay playón. “Estaban avisados”, ríe Práxedes, y prosigue con acento caribeño la historia del maleficio con mariposas negras que se llevó a su madre a la tumba.
Kilómetros más allá, miles de turistas se agolpan a diario en la balconada que deja a vista de pájaro el juego de esclusas de Miraflores, del lado del Pacífico. El guía les explica la actividad del Canal y su funcionamiento, ese prodigio de ingeniería que es capaz de elevar suavemente un carguero de 900 pies de eslora (unos 274 metros) con 5.000 contenedores en su lomo o la panza llena de camiones. El 90% de las instalaciones son todavía de principios del siglo XX y el personal de mantenimiento se encarga de darle brea a los raíles por donde circulan, a un lado y otro, las locomotoras de arrastre que encauzan a los grandes buques para introducirlos en las esclusas, como una pareja lleva a un niño agarrado de las manos. Después se cierran las compuertas y la cámara se llena de agua.
El Liberty Pride va subiendo hasta la altura del lago; después navegará libre rumbo a las esclusas del Caribe donde bajará los metros que subió. Completar el recorrido lleva entre ocho y diez horas y a lo largo del día pasarán unas 30 o 40 embarcaciones. Observar el paso de esos buques gigantes es un espectáculo. Los turistas van a París a ver la torre Eiffel y la Estatua de la Libertad atrae a millones hasta Nueva York. Los que viajan a Panamá visitan el Canal. Los buques Panamax de 900 pies de eslora son ahora el hermano menor. En 2006, como mandan los estatutos, los panameños se pronunciaron en referéndum sobre la conveniencia de engordar el negocio. La mayoría respaldó una ampliación de esclusas que costó 5.600 millones de dólares (4.800 millones de euros) y que permite el paso de buques tres veces más grandes que cargan entre 12.000 y 13.000 contenedores: los Neopanamax. Para ellos se profundizó el fondo de Canal y se elevaron los muros para contener más agua. Ahora solo hace falta que la “variación climática” permita dar estabilidad a las operaciones.
Por las nuevas esclusas circula solo el 21% del tránsito, pero eso supone el 49% de los ingresos actuales. El negocio sigue a pesar de la sequía acechante. Los miles de metros cúbicos de agua que precisa cada esclusaje ahora se reutilizan en una segunda cámara. Ese juego cruzado, de un barco que sale y otro que entra con la misma agua, ahorra entre seis y ocho esclusajes, es decir, unos 800.000 metros cúbicos al día. Pero esa y otras medidas de ahorro de agua, como suprimir la generación de electricidad o eliminar las ayudas hidráulicas que impulsaban a los barcos al dejar atrás la esclusa no alejan del todo el fantasma de los ciclos secos. “Vemos otras opciones, como la desalinización de agua del mar, o traerla del río Indio. En 2006, cuando se ampliaron las esclusas, no se hablaba de cambios en el clima como ahora”, reconoce Daniel Muschett. Con la mirada puesta exclusivamente en el negocio, los estadounidenses ya pensaron en los años setenta en volver a la idea decimonónica de Ferdinand de Lesseps y hacer un canal a nivel del mar. “Pero se hablaba de utilizar energía nuclear para cavar la zanja y eso ponía los pelos de punta. Ninguna opción resuelve el problema por sí sola. Hay que estudiar la combinación de varias de ellas”, añade.
¿Quizá fue imprudente ampliar el negocio? Competir con otras vías de mercancía similares ¿no presionará en exceso la capacidad hídrica del Canal? Muschett no se lo plantea en estos términos. Reconoce las dificultades actuales, pero afirma que “la cuenca tiene suficiente agua para seguir. Se trata de optimizarla para combatir esas anomalías climáticas”. El responsable de Ambiente y Agua sabe que “el sistema está presionado”, pero afirma que la obligación del Canal es “garantizar la eficiencia continua y rentable. Hay que responder a la demanda actual, no podemos convertirnos en un canal secundario”.
El acuerdo firmado entre los presidentes Carter y Torrijos puso fin en 1999 a la presencia colonial de los estadounidenses en el Canal. Esta vía interoceánica es la joya de la corona en Panamá, un motor económico que da empleo directo a 9.700 personas y el año pasado representó un 4,5% del PIB del país, cerca de 2.900 millones de dólares. De ellos, el erario público recibió, como está estipulado, unos 1.700 millones, en cifras redondas.
“Los panameños tienen una relación casi sentimental con el Canal”, señala el abogado ambientalista Isaías Ramos González, del Centro de Incidencia Ambiental de Panamá (Ciam) una organización sin ánimo de lucro, como demuestran sus modestas oficinas cercanas a la línea de rascacielos de la ciudad. “La suerte del país siempre estuvo asociada a ese tránsito comercial”, afirma, pero cree que hay otras opciones de ahorro, para empezar, evitar las fugas de agua urbanas, un 40%, “en lugar de decir a la población que usa mucha agua”, se queja. “Yo voté que no en el referéndum, pero hay que entender que las solas obras de ampliación mantuvieron la economía funcionando”, afirma. “Lo criticable es que el Gobierno no tiene una política concreta de cambio climático que garantice la estabilidad del sistema a 25 o 50 años y ya estamos viendo las consecuencias sociales. Que el cambio climático nos afecta es como decir que el agua moja”, sostiene.
Panamá, con la brecha entre pobres y ricos más acusada de Latinoamérica, es un país de dos orillas. En la capital, a un lado está la ciudad del siglo XVII y al otro se alinean las altas torres del XXI. Tormentas y sequías. El Pacífico y el Atlántico. Quizá solo el Canal ha unido estos binomios durante años. Si los piratas cortejaron a punta de espada el oro y otras mercancías preciosas, si los españoles les hicieron frente, si los estadounidenses explotaron casi 100 años la nueva vía de agua, ¿por qué no iban a sacarle partido los panameños otros tantos? La naturaleza trastocada se encargará de decidirlo.