
Quienes lo vivimos, nunca podremos olvidar ese amanecer del 23 de Diciembre de 1972. Fue algo siniestro. Managua, nuestra ciudad capital estaba allí y no estaba. Horas antes, un poco después de la media noche, había sido brutalmente sacudida, y entre los escombros y las danzantes columnas de humo, con ese inconfundible olor a lo trágico, su presente y futuro habían desaparecido bruscamente. En ese amanecer, todos sentíamos un sismómetro en el alma por la repetición de los movimientos telúricos agitando el temor. Con Managua crujiendo, reducida a un montón de sombras, poblada de cadáveres -unos 10 mil se informó-, aguijoneada por gemidos y aullidos, vacíos de ideas, nuestras vidas se detuvieron atrapadas en los esfuerzos por resistir lo caótico y levantarnos del piso. ¿Cómo podríamos hacerlo?
Yo vivía en Bello Horizonte, tomé la motocicleta y salí con mi esposa Ruth -primer matrimonio- a buscar a mis padres que alquilaban casa del Goyena una cuadra al Sur. Desde que pasé por la Colonia entonces Salvadorita, los estragos que veía fueron creciendo junto con los heridos, las llamas y el humo. Al llegar zigzagueando donde vivían mis padres, la manzana no estaba en pie. Todas las casas se habían derrumbado y mi corazón gimió. Sin embargo, allí se encontraban, en pie, como saliendo de una polvareda. Una vez hecha la prueba de vida, regresé a Bello Horizonte, porque en el momento del sismo, me detuve en casa de mis suegros, a media cuadra de la mía. Retornando, otro estremecimiento casi tan largo y violento como el anterior en el Barrio Buenos Aires, me hizo detenerme a media calle esperando más daño, mientras lo que quedaba de algunas casas y otras “sobrevivientes” oscilaban frente a los círculos del Infierno.
Mi casa, o dicho con precisión, la que estaba pagando, estaba muy agrietada, pero a diferencia de las casas gemelas al sur de la rotonda, los techos no cayeron. En medio de la tragedia, fue tranquilizante que esos techos cayeron al lado de las salas, no al de los dormitorios, evitando lo peor. Solo recordarlo me provoca escalofríos…Antes, cerca de las 11, Ruth y yo habíamos salido de un Lacmiel, para nosotros el palacio de las hamburguesas, que quedaba en el primer piso del Hotel Reisel en Calle 15 de Septiembre. Por uno de esos extraños designios del destino, decidimos llevar la comida empacada, y llegando a Bello Horizonte, el terremoto, después de parar un momento en la casa de los Rubí. Lo que más me escalofrió fue saber que de ese Lacmiel, nadie pudo salir con vida, porque el primer piso quedó sepultado.
A eso de las 6 de la mañana, decidí ir a ver -pasando por donde mis padres- como había quedado el Goyena y después seguir para el Estadio porque quería verlo. Primero me detuve a cierta distancia. Estaba herido, tuerto y cojeante, medio en pie, y después entré. ¿Y qué me encontré?: Lo obvio, Carlos García estaba en el terreno, observando con los brazos cruzados, mientras “El Burrito” Lezama a la orilla -un hace todo en ese Estadio- se mostraba destruido, como viajando al centro de la tierra. De regreso a Bello Horizonte, lo que es la amistad: el manager Heberto Portobanco envió dos camiones para llevarse lo de nosotros y lo de mis padres a Granada, y nos consiguió sitios donde vivir en menos de 24 horas. Además, me facilitó el boleto para viajar a Puerto Rico…Uno de esos favores que no se pueden pagar, ni con todas las reservas de un Banco Internacional…Después de 53 años, ese agradecimiento se ha estirado aunque él no se encuentre entre nosotros.
Nota. Hoy es 22, pero lo escribí y lo publico, como si estuviera en el amanecer de aquel 23 de diciembre de 1972.
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