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La reconocida escritora española Irene Vallejo, autora del aclamado El infinito en un junco, visitó Costa Rica con motivo de la Feria Internacional del Libro.

Su paso ha sido mucho más que una presentación literaria: fue una declaración de amor a la palabra, a la poesía y al alma profunda de territorio costarricense.

Desde el primer instante, Vallejo emocionó al público con una conexión que va más allá de lo intelectual. “Gracias a una escritora, Costa Rica se convirtió para mí en algo más que un nombre en un mapa”, dijo, evocando a Eunice Odio, la poeta costarricense que le abrió las puertas imaginarias de nuestra tierra con un verso que la marcó: “Porque en España ardía la voz”.

Eunice, las esferas y la poesía de un país

Para Irene, la literatura fue la brújula que la trajo hasta aquí. A través de Eunice, se acercó a lo costarricense como quien se asoma a un nuevo universo lleno de símbolos, misterio y humanidad. Y con esa misma mirada, celebró la herencia precolombina de la cultura del Diquís: sus esferas de piedra, que comparó con la armonía cósmica que imaginaban los griegos.

“Creo que los artistas del Diquís estaban de acuerdo con Platón: el universo es una obra de arte”, afirmó.

Con esa misma sensibilidad, recordó que el arte nació incluso antes que la agricultura o las ciudades. “Antes de tener dinero o tierras, tuvimos los sueños”, dijo, reafirmando que lo simbólico y lo poético no son un lujo: son una necesidad.

La lectura como habilidad natural

En un país de biodiversidad, Irene trenzó naturaleza y lenguaje: explicó cómo la capacidad de leer proviene de habilidades antiguas desarrolladas por nuestros ancestros recolectores, quienes leían los signos del entorno —el vuelo de un ave, una huella en la tierra, la dirección de un río.

“Ya leíamos antes de leer”, aseguró. “Nuestros maestros fueron los océanos, los lagos, la lluvia, los astros”.

Y en ese mismo tono lírico, reivindicó que la lectura es también ecología: una forma de comprender la vida como un gran texto que nos habla si aprendemos a mirar.

El país de la paz… y de las páginas

Para Irene, Costa Rica es un país de paz, pero también de páginas. No pasó por alto el hecho de que en este territorio centroamericano se abolió el ejército hace más de 70 años, una decisión histórica que ella elogió con un poema de Miguel Hernández y una cita del Popol Vuh que clama por “una paz quieta, sosegada, la buena vida”.

“Gracias por sus páginas acogedoras, por su paz hospitalaria”, concluyó, despertando una ovación en la sala.

¿Quién es Irene Vallejo?

• Nació en Zaragoza, España, en 1979. Es doctora en Filología Clásica.
• Autora del best seller internacional El infinito en un junco (Premio Nacional de Ensayo 2020), traducido a más de 40 idiomas.
• En sus obras entrelaza historia, literatura, filosofía, feminismo y poesía con un estilo único, cercano y erudito a la vez.
• Ha sido reconocida con el Premio Aragón, la Medalla de Oro de Zaragoza y la Medalla de las Cortes.
• Sus ensayos y columnas han sido publicados en El País, Heraldo y otros medios culturales de prestigio.

Un viaje soñado… cumplido

Vallejo cerró su discurso revelando que su verdadero motivo para venir a Costa Rica no fue una agenda literaria, sino un impulso poético. “Vengo porque ya he soñado este viaje”, dijo. Porque hay lugares que se recorren primero con pasos de papel.

IRENE VALLEJO SOBRE NUESTRA COSTA RICA

Palabras de la escritora española en la Feria del Libro

El país de Eunice (Odio, reconocida poeta costarricense fallecida en 1974).

Gracias a una escritora, Costa Rica se convirtió para mí en algo más que un nombre en un mapa. Sucedió un buen día, un día de hallazgos, cuando me asomé al poema que Eunice Odio dedicó a España. El primer verso comienza con un incendio: “Porque en España ardía la voz”.

Esa llama abrasadora era la guerra civil. “Nube y cielo mayor” recuerda a las mujeres enlutadas, a Guernica, ese cielo acuchillado, los escombros doloridos. Y termina con estas palabras: “Sobre lo que parece que se ha roto en el llanto/ estamos todos/ mostrando el tanto de brillo de una lágrima./ Somos los apasionados magníficos/ los pequeños exaltados/ siempre floridos,/ los de rostro transitable,/ estamos todos,/ esperando sobre la piedra erguida,/ somos los de dentro y los de fuera,/ somos los americanos”.

Eunice, que murió antes de que yo naciera, logró emocionarme al saber que el destino de los míos le importaba. Creó un nuevo paisaje interior en mí: yo también quise saber sobre los suyos, costarricenses, los apasionados magníficos.

Un viaje soñado

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Conseguir que la palabra triunfe sobre la muerte no es un logro pequeño. Regalarme un territorio que ya nunca sería desconocido, su tierra natal, fue otra forma más de desafiar la distancia, la indiferencia, el océano interpuesto entre nuestros dos países.

Y, en buena medida, por un poema estoy aquí.

Cuando en el aeropuerto los oficiales de migración me preguntaron por el motivo de mi estancia en Costa Rica, la respuesta sincera habría sido: motivos poéticos.

El amor hacia un lugar que solo he recorrido con pasos de papel. En resumen, vengo porque ya he soñado este viaje.

La cultura esférica del Diquís

He soñado con el misterio de las esferas de piedra prehispánicas, únicas en su refinada geometría, tan inspiradoras en sus secretos mitológicos y astronómicos.

Una fabulosa respuesta al enigma de la música de las esferas que mencionaron los pitagóricos y Platón, la armonía de los cuerpos celestes en sus intervalos orbitales, los sonidos celestiales que interpretan los planetas al girar. La idea de que somos parte de un gran concierto cósmico.

Creo que los artistas de la cultura del Diquís estaban de acuerdo con los griegos en mirar el universo y la naturaleza como una obra de arte, como una armonía profunda que reclama nuestro cuidado.

Las fascinantes culturas de Mesoamérica nos recuerdan que el arte es una necesidad, una urgencia. La arqueología nos revela que la pinturas rupestres y estatuillas más antiguas son previas a la agricultura, las ciudades o la economía.

La persona y la naturaleza

Ese es el orden en el que nuestra sed creó y colmó nuestras necesidades: antes de tener dinero o tierras, tuvimos los sueños.

Todo lo que hoy consideramos indispensable llegaría más tarde que la escultura, la pintura, los relatos apasionados, los versos, los cantos y los cuentos. Porque los seres humanos no nos conformamos con vivir en la naturaleza, necesitamos representarla.

Las enigmáticas esferas son el testimonio de que la utilidad nunca es suficiente para nosotros, somos criaturas poéticas y simbólicas. No nos conformamos con fabricar cosas y casas; desde los tiempos más remotos las hemos adornado y embellecido.

La naturaleza nos inspira desde hace milenios innumerables para crear ritos y mitos con los que expresamos nuestro deseo de desafiar lo imposible y comunicarnos con otros mundos.

El deseo de domar los inesperados giros del azar, la extrañeza de la vida y de la muerte.

De celebrar los gestos cotidianos frente al cataclismo del olvido voraz.

De sentirnos parientes de otras formas de vida, aliados de los animales y los elementos.

Leer es, como escribió Quevedo, “escuchar con los ojos a los muertos”. Y los libros, “en músicos callados contrapuntos, al sueño de la vida hablan despiertos”.

Leer entre líneas la biodiversidad

Los seres humanos no nacimos preparados para leer, inventamos esa insólita habilidad hace apenas unos milenios.

Y el hallazgo transformó para siempre nuestro cerebro y nuestra capacidad de pensar.

Pero ¿cómo pudo suceder la primera vez, cuando todo era nuevo y estaba por inventar?

Para crear la herramienta prodigiosa de la lectura, nos servimos de una facultad que ya poseíamos, desarrollada durante milenios de vida cazadora y recolectora.

Procede del corazón mismo de la naturaleza: de los altos cielos surcados por aves y de la vegetación intrincada en la selva.

Antes de la invención de la escritura, los humanos primitivos eran capaces de leer la realidad que veían y vivían: distinguir entre el depredador y la presa en el horizonte lejano, reconocer a un pájaro que se desliza en los toboganes del viento, descubrir a un felino al acecho a partir de un breve atisbo de movimiento, interpretar las señales del paisaje e identificar las huellas de otros seres vivos en la tierra.

En este país de bosques frondosos, fértiles paraísos, volcanes susurrantes, ríos cantarines, océanos infinitos, saben bien que la naturaleza y las historias se trenzan, se anudan, se buscan.

Nuestros antepasados aprendieron a orientarse con la salida y la puesta del sol, los eclipses, las fases lunares y la posición de las estrellas.

El mapa del cielo nocturno les guiaba en sus travesías por lo desconocido, ya fuera por el mar o las montañas.

Maestros en la pródiga naturaleza

Imaginando figuras con las que relacionaban los grupos de estrellas, y creando leyendas e historias de lo que representaban, aprendían a identificarlas y recordar las rutas a seguir.

Así nacieron las constelaciones. Como una brújula de luz en medio de la oscuridad. Como un atlas de historias. Relatos creados para leer el cielo, miradas adiestradas en cuentos y estrellas para un día aprender a escribir.

Los estudios de neurociencia de la lectura sostienen que los primeros humanos aprovecharon estas habilidades mentales y las reutilizaron para empezar a dibujar las palabras y las letras, como huellas de animales en los senderos de las páginas. De alguna manera, ya leíamos antes de leer.

Nuestros maestros fueron los océanos y los lagos, la lluvia, la vida pletórica y los astros que escriben sus trazos efímeros en las llanuras estelares del firmamento y en la tierra que pisamos.

Persiguiendo la caza o los frutos, aprendimos a orientarnos en un territorio prestando atención a la ruta, a los hitos del camino, al atlas celeste que dibujan el sol, la luna y las estrellas, a la dirección en la que fluye el agua, a mil signos que convierten la naturaleza indómita en un texto legible para quienes conocen su idioma.

Ese gran libro forestal se reescribe constantemente, cambia y canta distintas estrofas.

La fiesta del libro

Nosotros los seres humanos fuimos más allá de la escritura fugaz de la selva: aprendimos a conservar el rastro de las palabras, de las ideas y de las historias siglo tras siglo, a través de la pleamar de los tiempos.

En las Ferias del Libro, donde se funden quienes leen, quienes escriben, quienes editan y quienes difunden la lectura, siempre se renueva mi asombro ante este cotidiano prodigio.

Si la costumbre no nos anestesiara, seríamos más conscientes de esta pequeña maravilla.

¿Qué es un libro? Hileras de signos dibujados en páginas que se despliegan como las alas de un ave. Me asombra que esos pájaros verbales puedan unir generaciones y geografías. Nos vuelven cosmopolitas en el tiempo y en el espacio, porque sin movernos atravesamos siglos y kilómetros.

A veces la literatura consigue descubrirnos los secretos vasos que comunican lo íntimo con lo colectivo, y logramos vibrar al unísono.

Cada libro crea un territorio habitable a medio camino entre las palabras y el mundo.

“Página” comparte raíz lingüística con “país” y “paz”.

Por supuesto, los habitantes del país pacífico de las páginas celebran fiestas: son, precisamente, las ferias del libro.

Tal vez porque ahora el mundo se está volviendo más y más tumultuoso y confuso, queremos pensar, imaginar y alegrarnos juntos.

El país de la paz

La literatura crea comunidades de lectores abiertas a todos y cada una, porque en las historias aprendemos a mirar con los ojos de los otros y entendemos que cuidar a los más frágiles nos hace más fuertes.

Sé que la palabra paz es un talismán en Costa Rica, país alejado de los arrebatos bélicos, en busca de de caminos vanguardistas para cuidar la naturaleza.

En un poema clamaba mi paisano Miguel Hernández: “Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes”.

En el «Popol Vuh», los primeros hombres y mujeres pronuncian su primera plegaria a los Creadores mayas, diciendo: “Ofrecednos una paz quieta, sosegada, esa tranquilidad que ansiamos, la buena vida, la amabilidad y la bondad. Eso es lo que pedimos”. Ese es su ruego para los dioses, para la abuela del Sol y la abuela de la claridad.

“El cuerpo es ya contagio de azucena”, escribió Eunice. Liberen su deseo textual en esta feria alegre, alada, esperanzada, hospitalaria, democrática, horizontal, que abre horizontes.

Gracias por recibirme, gracias por sus páginas acogedoras, por su paz hospitalaria.

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