Nauru es probablemente uno de los países más desconocidos del mundo y, al mismo tiempo, uno de los que más rankings insólitos encabeza.
Quizá el más llamativo es el que lo sitúa como el primero con la tasa de sobrepeso en población adulta más alta de todo el planeta, por encima, incluso, de Estados Unidos o México, que suelen encabezar este listado nada saludable.
Un cambio de paradigma que ha arramplado de un plumazo con la herencia milenaria de este pequeño Estado insular, que había logrado mantener a raya, no solo el paso del tiempo, sino también la injerencia de los colonos en su soberanía.
La República de Nauru o Nauru a secas es una pequeña isla en medio del Océano Pacífico situado a 4.000 kilómetros de Australia y perteneciente a la Micronesia Oceánica. Con una extensión de apenas 21 kilómetros cuadrados donde residen alrededor de 12.500 habitantes, este pequeño territorio ha logrado romper todos los récords inimaginables en términos de índices de obesidad y diabetes. Es el país con más gordos del mundo, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud. Un 94% de su población adulta mayor de 20 años padece sobrepeso, mientras que la diabetes afecta al 66% de los ciudadanos mayores de 55 años.
Los datos no son nada alentadores para un territorio pequeño e históricamente tribal, formado por cazadores-recolectores, que, con la domesticación de los animales y las plantas, fue transitando el camino hacia sociedades agrícolas cada vez más asentadas. Sin embargo, la principal razón del cambio de hábitos alimenticios de su población no descansa en esta transición natural, sino al interés que despertaron sus vastos depósitos de fosfato para las grandes potencias europeas y australianas. Un bien natural clave por su gran poder fertilizante coincidiendo con la revolución agrícola, allá por el siglo XIX.
En 1888, Nauru se convirtió en propiedad del Imperio alemán hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando la diminuta isla pasó a ser un protectorado dependiente de un consorcio formado por Australia, Nueva Zelanda y Reino Unido. La expoliación de cantidades ingentes de fosfato que escondía el suelo nauruano fue una constante hasta 1968, con la firma de la independencia del país. Llegados este punto, las reservas de este bien preciado ya eran deficitarias, lo que no impidió que el Gobierno nauruano continuara con su política de extracción. Para ello, se valió de empresas extranjeras que desembarcaron en la isla trastocando el estilo de vida de los pobladores originarios.
Durante esta época de apogeo, Nauru se convirtió en el segundo Estado con mayor renta ‘per cápita’ del planeta, solo por detrás de Arabia Saudí. La cultura occidental y de bonanza fue asimilada sin problema, incluidos los hábitos y productos alimenticios menos saludables que llegaban desde fuera. Los pueblos indígenas pasaron de una gastronomía basada en las materias primas de cercanía y las elaboraciones sencillas a ser sustituida por otra centrada en el ‘fast food’, las carnes rojas y los ultraprocesados. De acuerdo con el Observatorio de Complejidad Económica (OEC, por sus siglas en inglés), más del 40% de las importaciones que llegan al país son productos cárnicos; el 7%, dulces, y el 6%, ultraprocesados. Las hamburguesas, los refrescos y demás productos repletos de los denominados carbohidratos malos, sumado a un sedentarismo generalizado, dispararon los índices de sobrepeso y diabetes y redujeron la esperanza de vida hasta los 63,62 años (67,3 en mujeres y 60,62 en hombres).
El ‘boom’ nauruano duró lo que duró, como pasa con todo porque nada es eterno. En 2004, el país tuvo que hacer frente a una deuda externa sin precedentes debido a la paulatina extinción de las reservas de fosfato junto a una mala gestión gubernamental del dinero público. Las grandes corporaciones internacionales dejaron de operar en el suelo de Nauru, lo que elevó el desempleo al 90% y, con ello, una pobreza insostenible que profundizó más si cabe en la mala alimentación de la población.
Fuente: Yahoo Noticias