Brooke Shields es una conocida actriz, supermodelo y escritora estadounidense, cuya carrera comenzó cuando apenas era un bebé de once meses y se convirtió en una sex symbol en los años 80.
De familia aristocrática de cuna, descendiente de los primeros colonos de Virginia en el siglo XVI. Su padre, Francis Alexander Shields, era un alto ejecutivo de Revlon, hijo del popular tenista Francis Xavier Shields y de la princesa italiana Donna Marina Torlonia di Civitella-Cesi, cuyo tío abuelo era el príncipe Alessandro Torlonia, esposo de la infanta Beatriz de Borbón. Su madre, Theresia Anna Schmonn, una actriz, modelo y productora de cine, quiso rentabilizar la belleza de su hija para que apareciese en anuncios desde muy pequeña, sin importarle qué o para quién.
La estrella, de 57 años, que es hoy empresaria y madre de dos hijas, acaba de estrenar en el Festival de Sundance su documental Pretty Baby: Brooke Shilelds, que repasa la vida de la actriz, su niñez y adolescencia siempre bajo el punto de mira y confiesa por primera vez la violación que sufrió en 1987.
Hacia el final de la serie documental de dos capítulos, sentada a la mesa con sus dos hijas adolescentes y su marido, la actriz e ícono cultural de los años 80 intenta entender porqué ninguna de las dos ha visto ni quiere ver las películas que la convirtieron en una de las personas más famosas de aquella época. “¿Nunca vieron Niña bonita, La laguna azul o Amor eterno?”, les pregunta aunque ya sabe la respuesta que deriva en una interesante conversación sobre la edad del consentimiento, la autonomía del propio cuerpo y los enormes cambios sociales de los últimos cuarenta años que permitieron que esa charla y el documental que la contiene existan hoy.
Es que en el programa producido por la división de noticias de la cadena ABC y dirigido por la realizadora Lana Wilson (Taylor Swift: Miss Americana), la vida y la obra de Shields son el vehículo conductor para explorar el lugar de las mujeres en la vida pública, la obsesión cultural por la belleza, los límites del abuso y la pérdida de la inocencia.
“Si no saben quién es Brooke Shields es que estuvieron viviendo solos en una cueva”, dice el popular conductor Johnny Carson cuando presenta a la joven Brooke en su programa, el más visto de la TV norteamericana nocturna en los años 80. Ese material de archivo, uno de los puntos más fuertes del documental, da cuenta del nivel de fama de la actriz y modelo en aquellos tiempos. Todos en el mundo sabían quién era la preciosa adolescente que aparecía en publicidades de jabón, bandas elásticas, yogur y cuanto producto pudiese imaginarse desde que era un bebé de once meses. Pero pocos, claro, sabían lo que sucedía detrás de sus ojos color turquesa y su perfecta sonrisa con hoyuelos.
Como ella misma cuenta, su historia comenzó con la certeza de su madre Teri de que era una criatura especial, mágica y maravillosa y que le pertenecía. Así, de las publicidades de bebé dio el salto a posar para famosos fotógrafos en su primera infancia y a convertirse en “una de las mercancías de mayor demanda en el mundo”, como la presentaban sin sonrojarse los conductores televisivos que la miraban extasiados sin advertir que la estaban convirtiendo en objeto del deseo masculino demasiado temprano y sin que ella entendiera lo que estaba sucediendo a su alrededor.
Ella, mientras tanto, soñaba con ser actriz desde que tenía uso de razón e imaginaba su vínculo con su madre como uno entre pares, una unidad dispuesta a llevarse por delante al mundo que las observaba con curiosidad. Así, a los 12 años, Shields aparecía en televisión no sólo justificando el alcoholismo de Teri sino tratando de explicar que su papel de una prostituta infantil en la película Niña bonita, del director francés Louie Malle, era una obra artística hecha con muy buen gusto, aunque todos quisieran hablar de sus dos escenas de desnudo y el beso que compartía en pantalla -el primero de su vida-, con el actor Keith Carradine, quien por entonces tenía 28 años. Era 1977 y el escándalo crecía al mismo ritmo que su notoriedad, que explotó cuando fue la protagonista de unos provocadores cortos publicitarios filmados por el afamado fotógrafo Richard Avedon para promocionar los jeans de Calvin Klein.
“El conglomerado más hermoso del mundo”, titulaba en su tapa la revista Life bajo su foto, al tiempo que las ventas de los jeans subían un 300% y salía una línea de ropa con su nombre: miles de adolescentes se vestían y peinaban como ella y hasta compraban muñecas articuladas con su cara. A principios de los años ochenta, la joven actriz era una mercancía solo por existir y cada aspecto de su persona era susceptible de ser “vendido”. Así sucedió con la película La laguna azul, que protagonizó a los 15 años, un fenómeno de taquilla cuyo gancho comercial pasaba por escenificar el despertar sexual de la noviecita de América.
Ella, que iba al colegio como todos los chicos de su edad, que se divertía haciendo deportes y en las clases de baile, cuenta ahora, no cargaba con la mirada de los otros sobre ella. De hecho, en esos años ni siquiera se miraba al espejo. Después de todo, pensaba, ella no había hecho nada para justificar esa belleza que tantos admiraban extasiados. “El rostro de la década”, decía la tapa de la revista Time mientras ella iba a bailar a Studio 54, la discoteca más famosa del mundo, en la que solía ser fotografiada con Andy Warhol, Mick Jagger y Drew Barrymore, la otra niña-ícono de los ochenta, pero nunca faltaba a clase.
En esos días, el frenesí publicitario y los excesos de su madre que entraba y salía de centros de rehabilitación cada vez que Brooke le rogaba que se hiciera cargo de su alcoholismo, acompañaban sus ambiciones como artista. Que parecían haberse cristalizado en un papel soñado cuando el director italiano Franco Zeffirelli la contrató para protagonizar el drama romántico adolescente Amor eterno. Pero de aquella experiencia, en la que el realizador le pedía que interpretara el éxtasis sexual de su personaje aunque ella no había tenido ni una cita aún, salió decepcionada y lista para enfocarse en su educación universitaria. Y así, la noticia de que Brooke Shields había logrado entrar a Princeton, una de las universidades más exclusivas de los Estados Unidos, también se tornó en un tema de discusión pública. ¿Había algo más detrás de esa cara de muñeca? ¿O se trataba de otro truco publicitario de su madre que parecía poco dispuesta a otorgarle la independencia de la que otros jóvenes de su edad ya disfrutaban?
Más allá de lo que opinaran los demás, que siempre opinaban sobre ella, la actriz empezó sus estudios queriendo ser la chica “normal” que nunca había sido. Un objetivo que cumplió aunque, una vez recibida con un título en literatura francesa, eso significara que el teléfono ya no sonaba como antes. Sí, todo el mundo sabía quién era ella pero ningún productor parecía dispuesto a contratarla como actriz. Y los trabajos de modelaje no le llegaban con tanta asiduidad a la versión adulta de Brooke que con poco más de 23 años era una “veterana” de una industria lista para encontrar otra niña a la que vampirizar.
En el comienzo de los 90, entre los múltiples rechazos de Hollywood y las publicidades filmadas en Japón que ayudaban a pagar los costos de la vida extravagante que llevaba su madre, Shields seguía luchando por revivir su carrera como actriz cuando, según revela en el documental, fue violada por un productor que conocía hace años y que la había convocada para hablar de un proyecto futuro. A años luz de la era del #MeToo, Shields decidió no contar lo que le había sucedido y procesarlo, como muchas otras cosas en su vida, siguiendo adelante con compromisos laborales y una sonrisa para las cámaras. Antes, había publicado un libro de “memorias” y consejos para universitarios que derivó en un panfleto no demasiado inspirado pero que volvió a llamar la atención de los medios porque en él contaba que era virgen. Y así, la nena hipersexualizada que a los 9 años había posado desnuda para un libro de fotografías de la editorial de Playboy, la que decía que “nada se interponía entre ella y sus jeans Calvin Klein”, mientras la cámara se detenía en su pelvis, se transformó en el estandarte de la abstinencia y el “sólo di no” de los Estados Unidos de Ronald Reagan. Todo mientras “salía” con Michael Jackson, un vínculo de amistad entre dos chicos solitarios con toda la presión del mundo sobre sus hombros que él intentaba retratar como un noviazgo que nunca fue. Y otra vez ella, más símbolo que persona de carne y hueso, siguió adelante con su empresa de dos dueñas, ella y su madre, y un solo producto: Brooke Shields.
Con el tiempo llegarían los primeros trabajos en Broadway en musicales que la convocaron más por el efecto publicitario que por las habilidades que luego terminó demostrando y que la llevaron a su aparición en la serie Friends y a conseguir su propia sitcom, Suddenly Susan.
Todo mientras se enamoraba, vía fax, del campeón de tenis Andre Agassi y en el pico de su fama. Otro joven prodigio con una pesada influencia familiar que le permitía dejar de ser el foco de atención. Parecía una pareja hecha para durar, no solo compartían los sinsabores de la fama sino que Brooke tenía una larga historia familiar con el deporte: en 1930 su abuelo paterno, Frank Shields, estuvo quinto en el ranking mundial y fue varias veces campeón de la Copa Davis. Todo eso antes de dedicarse a la actuación y casarse con la princesa italiana Marina Torlonia di Civitella-Cesi, la abuela de Brooke. Sin embargo, el matrimonio con Agassi no logró superar las tendencias posesivas de él ni los conflictos de ella que seguía sin encontrar su camino profesional como adulta y que había tenido una traumática pelea con su madre, que se resistía a dejar de representarla.
Y fue en ese momento cuando conoció al productor Chris Henchy, con el que está casada desde 2001 y es el padre de sus dos hijas, Rowan y Grier. Ellas, más allá del deseo de Shields de criarlas lejos de la mirada del público, de alguna manera también la acompañaron en el candelero cuando la actriz contó en un libro sus dificultades con la depresión postparto y la ayuda que recibió de su psiquiatra y la medicación adecuada para superarla. Una experiencia que, una vez más, sin buscarlo, la situó en el ojo de la tormenta, porque en plena promoción del libro, Tom Cruise se dedicó a criticarla públicamente por su confianza en la medicina. Otra polémica que aparece en el documental recientemente estrenado que tuvo, según contó la actriz en varias entrevistas, a sus hijas de 20 y 17 años como las primeras espectadoras. Ellas que, tal vez, gracias a la serie de dos episodios, empezaron a entender el fenómeno que solía ser su madre, la cara de una generación, la niña bonita que nació y creció bajo los focos y sobrevivió para contarlo.
Fuente: Diario La Nación Argentina