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Volvió a suceder. Las encuestas que trataron de predecir los resultados de las elecciones generales en Estados Unidos se han vuelto a equivocar de manera clamorosa.

En puridad, sí acertaron con que ganaría Joe Biden. Pero eso sería todo. Lo demás, la Cámara de Representantes, el Senado, las gobernadurías, los márgenes en los estados clave, etc., etc., se quedó fuera de foco. Si hubiera que definir el error esencial, en palabras de los propios encuestadores, sería este: la incapacidad de los sondeos de medir la verdadera cantidad del voto republicano.

Veamos algunos casos: según The Upshot, el brazo estadístico del 'New York Times', Joe Biden iba a ganar Florida con dos puntos de ventaja. Pero fue Trump quien se lo llevó, y con tres puntos de margen. El republicano también ganó Carolina del Norte, que se supone que sería demócrata, y venció en Ohio con ocho puntos de diferencia, cuando las encuestas daban un empate técnico. En uno de los distritos de Maine (único estado, junto con Nebraska, que divide sus votos electorales), Biden iba a vencer por tres puntos. Pero lo hizo Trump: con siete puntos de diferencia.

El patrón se ve en muchos otros estados. Se supone que Biden le sacaría 10 puntos a Trump en Wisconsin. Al final, lo ganó por los pelos, por menos de un punto. Eso según los sondeos del 'Times'. Otros cálculos, como los de FiveThirtyEight, daban al demócrata una carrerilla de 13 puntos en este estado. Números similares se ven en Pensilvania, Nevada o Michigan. Y a nivel nacional. De hecho, ningún sondeo, justo antes de las elecciones, daba a Biden una ventaja total menor de ocho puntos.

 

Si miramos las elecciones al Senado, la situación es muy parecida. FiveThirtyEight daba a los demócratas un 75% de posibilidades de conquistar la Cámara Alta. Pero el tiro salió por la culata en casi todos los casos. A la veterana Susan Collins, senadora republicana de Maine, se la dio por muerta. Las encuestas la daban perdedora por cuatro puntos de diferencia frente a la demócrata Sara Gideon. Al final, Collins no solo se impuso, sino que lo hizo con nueve puntos de ventaja.

Ni con más dinero

Y eso que los candidatos demócratas habían pulverizado todos los récords de recaudación. En Carolina del Sur, el aspirante, Jaime Harrison, recibió en torno al doble de dinero que su rival, el prócer republicano del estado, Lindsey Graham. Derribarlo hubiera sido apoteósico. Graham ganó por más de 10 puntos. Hoy, la última esperanza demócrata es llevarse los dos escaños de Georgia en la segunda vuelta, en enero.

Y, aun así, solo conseguirían un empate de 50 contra 50 senadores. Salvo el importante hecho de que Trump ha perdido la presidencia, su partido ha ampliado escaños en la Cámara de Representantes, ha sumado una gobernaduría (Montana) y un congreso estatal (New Hampshire), y parece destinado a conservar la mayoría del Senado. Incluso el propio Trump, pese a haber perdido, se llevó un tsunami de votos: más de 72 millones. Tres millones más que el récord de Obama, nueve millones más que en 2016. Lamentablemente para él, el tsunami de Biden fue mayor. ¿Cómo han podido los sondeos equivocarse de una manera tan rigurosa? Lo primero que dicen los encuestadores, como Nate Cohn, gurú sociológico del 'Times', es que es demasiado pronto para entender qué ha sucedido exactamente. “Pedir un 'post mortem' estadístico en este punto es como pedirle al forense la causa de la muerte cuando el cuerpo sigue en la escena del crimen”, dice Cohn. “Vamos a tener que esperar para realizar una autopsia completa”.

 

Lo que explican Cohn y otros encuestadores es que los sondeos son una cosa complicada, una matriz de datos cuidadosamente compilados a lo largo de los meses, corregidos, equilibrados, estudiados. Lo mismo que el análisis de unas elecciones múltiples en las que han votado 150 millones de personas de todas las edades, etnias y prioridades posibles. Es pronto, pues, pero tenemos algunas pistas. La victoria de Trump hace cuatro años había metido el miedo en el cuerpo a los encuestadores. Sus modelos, gráficos y opiniones informadas habían recibido un sopapo histórico, y eso que sus sondeos no habían sido tan errados. Lo que sucedió es que unos cuantos miles de votos de tres estados se colaron subrepticiamente tras las líneas enemigas y le cortaron el cuello al Partido Demócrata. Aun así, hubo fallos. Y los encuestadores juraron y rejuraron que habían aprendido la lección.

 

“Después de 2016, los encuestadores dieron con explicaciones plausibles de por qué los sondeos subestimaron sistemáticamente a Trump en los estados clave”, escribe Cohn. “Una era que las encuestas estatales no estimaron correctamente a los encuestados sin una licenciatura universitaria. Otra, que había factores más allá de las capacidades de las encuestas, como un gran número de votantes indecisos que parecieron decidirse por Trump en la recta final”. Este año, tendría que haber sido más fácil: primero, porque los expertos trataron de reflejar a esos votantes sin educación universitaria. Y segundo, porque ya prácticamente no quedaba ni un solo votante indeciso en todo Estados Unidos. Sin embargo, las encuestas volvieron a errar. No supieron ver ese voto republicano que salió de las sombras el pasado 3 de noviembre. En medio del ruido que generan unas elecciones, dos encuestadores sí advirtieron de lo que sucedería.

 

“La gente se va a quedar estupefacta”, dijo a 'Politico' Robert Cahaly, del republicano Trafalgar Group. “Este año, va a votar mucha gente que ha permanecido durmiente o que son votantes de baja propensión. Y creo que lo van a hacer en máximos de todos los tiempos”. Las palabras de Cahaly se publicaron el 29 de octubre. Su explicación y la de Arie Kapteyn, de la Universidad del Sur de California, era sencilla: había personas que o bien no participaban en las encuestas o bien mentían en ellas. “Vivimos en un país donde la gente miente a su contable, miente a su médico, miente a su sacerdote”, dijo Cahaly. “¿Y se supone que tenemos que creernos que se libran de todo eso cuando se ponen al teléfono con un extraño?”.

Con esta idea en mente, el equipo de Kapteyn evitó proceder a bocajarro con los encuestados. En lugar de preguntarles por quién votarían, les preguntaron por quién creían que votaría su círculo: sus amigos, su familia, sus compañeros de trabajo. El resultado de la encuesta cambiaba. “De hecho, veíamos una ventaja de Biden sobre Trump de 10 puntos, a nivel nacional”, dijo Kapteyn, cuando se les preguntaba directamente a los votantes. “Pero si miras la pregunta del ‘círculo social’, Biden solo tiene un liderazgo de cinco o seis puntos. En general (y ciertamente por teléfono), la gente puede seguir siendo un poco reacia a decir que es votante de Trump”.

 

El trumpista tímido es un fenómeno con el que todos los estadounidenses se han cruzado más de una vez en sus vidas. En círculos profesionales y en las grandes ciudades, donde impera estadísticamente la visión demócrata, muchos republicanos intentan pasar desapercibidos. El clima anti Trump de los últimos años ha sido tan completo y estridente que confesar simpatía hacia el magnate podía significar el estigma inmediato, el ostracismo personal y profesional. De manera que muchos conservadores han elegido guardar, por su bien, un bajo perfil político.

Las predicciones de Cahaly fueron razonablemente refrendadas por las urnas pocos días después: Trump no ganó las elecciones por los votos electorales, como había dicho Cahaly, pero en lo demás estaba en lo cierto. Había millones de votos republicanos esperando a salir de la nada, la ventaja de Biden no sería de 10, sino de unos cinco puntos, y la batalla en los estados clave estaría muy ajustada. Pese a ello, los números de Cahaly no habían sido bien recibidos, o incluso habían sido ridiculizados, por otros expertos como Nate Silver, gurú de FiveThirtyEight. Las encuestas erradas vinieron envueltas en el armazón de los comentarios, y los diagnósticos políticos, en lenguaje deslumbrante. Había una “fatiga de Trump”, un cansancio profundizado por la pandemia, la economía, etc.

Análisis que, como vendas, arropaban los sondeos y proyectaban una visión de la realidad que se demostró, aun dentro del margen de error que uno puede esperar de estos cálculos, un tanto diferente a lo que se pensaba. Al principio de la noche electoral, cuando el trumpismo tomaba Florida y se expandía fuerte por el resto de estados clave, las alarmas sonaron de nuevo en las redacciones de todo el mundo: nos lo habíamos vuelto a creer. Esta vez, sin embargo, ese margen decisivo de unos pocos votos en cuatro estados hizo la jugada contraria: se introdujeron subrepticiamente en el campo republicano y, en el curso de unos días, acabaron con Donald Trump.

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