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Llevaba pronunciados escotes, cobraba un sueldo acorde a su aura de estrella de Hollywood y anticipó las trenzas más famosas del cine dieciséis años antes de que lo hiciera Bo Derek en «10, la mujer perfecta». Tenía unos ojos violeta que le llegaban hasta la sien, un vestido confeccionado con piezas de oro de 24 quilates y, como su Cleopatra, terminó quedándose con Marco Antonio.

Convertirse en la reina egipcia fue una bendición para la recién oscarizada Elizabeth Taylor, pero a punto estuvo también de costarle la vida. No como a la última faraona de la dinastía ptolemaica, que se suicidó dejándose morder por una serpiente venenosa, sino por las contingencias de un rodaje tan desastroso como disparatado, heredero de la maldición que condenó al ostracismo a su homóloga muda de 1917, juzgada como impúdica y cuyas dos últimas copias se destruyeron en el incendio de la bóveda de Fox en 1937.

El péplum de Taylor se inició 23 años después bajo las órdenes de Rouben Mamoulian, que elevó el coste inicial de la película de los dos millones a los cinco, a pesar de rodar un material tan estéril que terminó descartado, en parte, por la salida de los dos protagonistas, Peter Finch y Stephen Boyd. Joseph L. Mankiewicz asumió la dirección de esta gigantesca producción, considerada una de las películas más caras de la historia del séptimo arte, y fichó a Rex Harrison como Julio César y a Richard Burton como Marco Antonio. Pese a su contrastada trayectoria, con títulos como «Carta a tres esposas» o «Eva al desnudo», al cineasta le sobrepasó la envergadura de un proyecto titánico. Su despido y posterior contratación y muchas tijeras hicieron falta para que «Cleopatra» viera por fin la luz, recortando sus seis horas de metraje hasta los 243 minutos finales, pese a las reticencias de Mankiewizc, que vio cómo la escena de la muerte de Rufio (Martin Landau) desaparecía del filme.

A pesar de los contratiempos, o por culpa de ellos, el coste de la película se elevó a los 44 millones de dólares, un presupuesto excesivo que engordó un vestuario de más de 26.000 trajes, 65 de los cuales, valorados en unos 200.000 dólares de la época, vistió la protagonista. «Fue una película concebida en un estado de emergencia, rodada en medio de la confusión y terminada en un pánico ciego», aseguró el director tras el estreno.

Otro quebradero de cabeza fueron las localizaciones de la cinta, de lo más inoportunas. El ostentoso filme comenzó su rodaje en los estudios Pinewood de Londres, cuya climatología, evidentemente inapropiada para emular la del Antiguo Egipto, frustró varias escenas en las que se puede ver cómo los actores exhalan vaho en cada diálogo. El frío, además de arruinar alguna que otra secuencia, hizo estragos en la diva de los ojos violeta, que a pesar de haber nacido en el barrio londinense de Hampstead tuvo que ser evacuada de urgencia por una neumonía que casi le cuesta la vida.

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A pesar de los contratiempos, o por culpa de ellos, el coste de la película se elevó a los 44 millones de dólares, un presupuesto excesivo que engordó un vestuario de más de 26.000 trajes, 65 de los cuales, valorados en unos 200.000 dólares de la época, vistió la protagonista. «Fue una película concebida en un estado de emergencia, rodada en medio de la confusión y terminada en un pánico ciego», aseguró el director tras el estreno.

Otro quebradero de cabeza fueron las localizaciones de la cinta, de lo más inoportunas. El ostentoso filme comenzó su rodaje en los estudios Pinewood de Londres, cuya climatología, evidentemente inapropiada para emular la del Antiguo Egipto, frustró varias escenas en las que se puede ver cómo los actores exhalan vaho en cada diálogo. El frío, además de arruinar alguna que otra secuencia, hizo estragos en la diva de los ojos violeta, que a pesar de haber nacido en el barrio londinense de Hampstead tuvo que ser evacuada de urgencia por una neumonía que casi le cuesta la vida.

Para impedir su muerte, le practicaron una traqueotomía que la mantuvo durante medio año alejada de la película, en punto muerto tras su ausencia. «En algunas escenas se aprecia la cicatriz de la intervención», explica el coronel José Fernández López en «Con las botas puestas: la historia del soldado a través del cine» (Edaf).

Una enfermedad que interrumpió durante seis meses el rodaje de «Cleopatra», pero que no impidió a la protagonista, conocida como One-Shot-Liz por su habilidad para rodar las escenas en una sola toma, mantener un idilio con Richard Burton. El adúltero romance entre ambos, casados con sus respectivas parejas, a punto estuvo de condenar la imagen de diva de Elizabeth Taylor, dañada después de «robarle» el marido a Debbie Reynolds. Sin embargo, en lugar de corroer todavía más lo que terminó convirtiéndose en una pesadilla para Fox, las escenas subidas de tono entre los dos intérpretes, que no figuraban en el guión, sirvieron para atraer a los espectadores, que acudieron en masa a los cines más por morbo que por interés en las andanzas de la reina ptolemaica.

Pese al despilfarro económico de «Cleopatra», la película fue la más taquillera de 1963, logrando unos nada desdeñables 24 millones de dólares. A pesar de la gran recaudación, a punto estuvo el titánico péplum de llevar a la quiebra a la Fox, rescatada en última instancia por el musical en el que brilló Julie Andrews. «Cuando todo apuntaba a la desaparición de la productora, un filme con un presupuesto de solo 8 millones de dólares la salvó de la ruina: "Sonrisas y lágrimas". Recaudó 286 millones de dólares en pocos meses y permitió corregir los excesos de la manirrota realización de "Cleopatra"», recuerda el coronel, uno de los mayores expertos en cine bélico de España. Cualquier riesgo bien vale esa entrada triunfal de Elizabeth Taylor en Roma.

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