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La muerte de John Jairo Velásquez Vásquez trae la pregunta de si es necesario recordar su estela de crímenes y el dolor que causó. Más allá de enlistarlos, la clave es mostrar su verdadera historia de mentiras y descaro.

Hablar hoy de las andanzas criminales de John Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye resulta, para muchos, paradójico. Lo es, por lo menos para mí. Referir sus andanzas criminales, sus relatos descarados de cómo funcionaban los grupos de sicarios de Pablo Escobar y de cómo se perpetraron cientos de asesinatos es doloroso, y además, inútil. Del de mi abuelo dijo, por ejemplo, que había sido fácil. “La vuelta fue muy sencilla, para matar a don Guillermo Cano no se necesitaba nada”.  Recordar tanto cinismo, podría ser un sinsentido. Pero el deber y la responsabilidad de contar la historia, incluyendo a sus personajes desalmados, parece anteponerse a las ganas de no darle ni un segundo de atención a este sicario.

No se trata de contar su historia. Pese a que él lo intentó en libros y videos de Youtube, lo que debe trascender ahora es, primero, la desvergüenza de un hombre que se burló de sus víctimas y de un sistema de justicia que, pese al paso de las décadas, no ha logrado justicia, ni verdad y ni hablar de reparación.  Y segundo, aportar las pistas que existen hoy para entender por qué Popeye nunca fue un sicario de sicarios, ni mucho menos la mano derecha de Pablo Escobar. Solo un personaje del mundo del narcotráfico que, con ayuda de los micrófonos que se le abrieron sin límite y la atención de un país sin memoria, se convirtió en una especie de héroe narco cuyo verdadero papel en la historia es distinto.

Su insolencia para relatar sus crímenes no solo la tuvo en el caso de Guillermo Cano. No se cansó de repetir, una y otra vez, sin un mínimo asomo de arrepentimiento o de humanidad, cómo fue que Pablo Escobar le dio la orden de asesinar al procurador Carlos Mauro Hoyos en Medellín en enero de 1988, cuando se encontraba en cautiverio. Su secuestro, se supo, se dio por su apoyo y respaldo a la firma del tratado de extradición. “Escobar me ordenó hacerle un juicio por traición a la patria, ya que tenía contactos con la DEA, por eso había que ejecutarlo. Yo seguí las órdenes. Le dije a Hoyos que era su juez y que, por traición a la patria, estaba sentenciado a muerte”, contó Popeye.

La traición, según la mafia y se supo después, fue su apoyo a la extradición. “Él protestó indignado y empezó a gritar: ‘¿Cuándo traicioné a la patria’? Y ahí mismo lo maté”, relató Popeye. Así, como si se tratara de hablar de la receta para un postre, el narcoterrorista contó uno a uno sus crímenes. Hace tres años, en un canal de Youtube que bautizó con el nombre de “Popeye arrepentido”, grabó una serie de videos en los que, como en el caso de Guillermo Cano y Carlos Mario Hoyos, relató sus crímenes. Incluso fue hasta el lugar en donde ocurrieron varios de ellos. Sin ningún tipo de contexto sobre sus víctimas y sin un asomo de respeto hacia ellas y a sus familias. Popeye se convirtió en youtuber. 

Uno de esos videos hoy tiene más de un millón de reproducciones. Y hay quienes lo conocen más por su fama en la web, que por más de 3.000 crímenes que cometió, 300 de ellos, según él, perpetrados con sus propias manos. De ellos habló sin reparos. Ofició como “testigo clave” en la pesquisa por el asesinato de Luis Carlos Galán en 1989, en el proceso que terminó en la condena del exministro Alberto Santofimio Botero. Y, como si el horror no fuera suficiente, en sus declaraciones sin filtro aseguró que fue él quien dio el visto bueno a la ubicación de carros bomba en varias ciudades, órdenes que resultaron en la muerte de cientos personas. Como la bomba del DAS en diciembre de 1989. 

Sin entender por qué la justicia solo lo vinculó a un puñado de esas atrocidades y pagó una condena de solo 24 años de prisión, Popeye quedó libre en agosto de 2014. Pero su libertad no hizo otra cosa que picarle la lengua. En adelante, se dedicó a hablar, a diestra y siniestra, de los dirigentes políticos que orbitaron alrededor suyo, de las mujeres que se dejaron seducir por los ríos de dinero, o de los futbolistas que le hacían antesala al jefe del cartel de Medellín. Eso sí, nunca dio nombres. No se atrevió a sostener sus declaraciones ante la justicia, quizás por miedo a enfrentar otro proceso por falso testigo (que no demoró en llegarle pues, para Santofimio, el sicario no era otra cosa que un mentiroso).

Aunque en medio de sus pasos de ciego, la Fiscalía lo terminó graduando de testigo estelar contra el narcotráfico y los agentes de inteligencia usaron su carreta para estructurar sus informes, lo cierto es que Popeye solo dijo lo que le convino. Uno de esos capítulos que se quedaron sin verdad fue el de las desapariciones y asesinatos en la cárcel La Modelo entre 2000 y 2003. Combates entre los patios del penal. Desapariciones de familiares de personas que entraron como visitantes y nunca volvieron a salir. Y la planeación de crímenes por fuera de la cárcel que siguen sin justicia ni verdad. De todos ellos, Popeye tuvo información porque estuvo preso en esa cárcel durante los años del terror.

En agosto de 2015, publicó el libro “Sobreviviendo a Pablo Escobar” y, de aquellos días en La Modelo, resaltó la anarquía que crearon Miguel Arroyave, jefe paramilitar del bloque Centauros, y Ángel Gaitán Mahecha, cabeza del bloque Capital, como artífices de una estructura paramilitar que llegó a Bogotá y fue protagonista de uno de los capítulos más oscuros e impunes de la guerra en Colombia. Popeye habló de las conexiones que tenían estos hombres, de cómo “manejaban el bajo mundo en Bogotá, movían oficinas de cobro y policía corrupta”. Pero nunca detalló lo que supo de primera mano sobre la batalla que enfrentó a un grupo de paramilitares con la delincuencia común.

Esa pelea, ocurrida en abril de 2000, derivo en la muerte de 23 personas y dejó ver que las denuncias de desaparición en La Modelo eran ciertas pues se perdió el rastro de 16 hombres. Tampoco dijo una sílaba de otros crímenes ordenados o coordinados desde La Modelo, como el asesinato de los investigadores del Cinep Mario Calderón y Elsa Alvarado en mayo de 1997; el crimen del penalista Eduardo Umaña, en abril de 1998; el asesinato del periodista Jaime Garzón, en agosto de 1999; o el secuestro y ultraje sexual a la periodista Jineth Bedoya en mayo de 2000, cuando ella trabajaba para este diario y había advertido la guerra que se libraba en la cárcel y quiénes eran sus cerebros. Todos estos casos continúan casi impunes.

Al igual que cientos más, como el de Rodrigo Lara Bonilla, asesinado el 30 de abril de 1984; el de una decena de jueces y fiscales que intentaron impartir justicia contra el capo y sus hombres, como Carlos Valencia, asesinado el 16 de agosto de 1989, o Gustavo Zuluaga, asesinado el 30 de octubre de 1986. Y, por mencionar algunos relacionados con este diario, poco o casi nada se sabe del asesinato del director de El Espectador y de la familia Cano, Héctor Giraldo, quien tomó las riendas de la investigación y empezó a encontrar pistas claves de quiénes podían estar detrás del crimen; o de los asesinatos de los gerentes, administrativo y de circulación, del periódico en Medellín, Marta Luz López y Miguel Soler, en octubre de 1989. Tampoco del de Hernando Tavera, ocurrido semanas después, cuando atendía labores de distribución del diario en la capital antioqueña

Los últimos días de su condena los pasó en la cárcel de Cómbita (Boyacá), y cuando alcanzó la libertad no le duró mucho. El 25 de mayo de 2018, acudió a las oficinas de la Fiscalía en Medellín para averiguar sobre una denuncia que él mismo había puesto, y se enteró que había una orden de captura en su contra por extorsión. Un día después, un juez lo envió de nuevo a la cárcel. Mientras la investigación por este caso se consolidaba en Medellín, en Bogotá otro fiscal emitió una nueva orden de captura en su contra, esta vez por el magnicidio del director de El Espectador. La noticia se conoció en mayo de 2019, y la Fiscalía la anunció como si fuera un gran hallazgo.  

Según sus precarias conclusiones después de tres décadas, Popeye participó en una reunión, en la que también estaba Pablo Escobar, y se planeó el atentado contra Cano en diciembre de 1986. Realmente, eso ya se sabía. Pero la Fiscalía, después de muchos años de silencio, la consideró importante. Por eso, una fiscal fue hasta la cárcel de la Tramacúa (Valledupar) en noviembre del año pasado para escucharlo en indagatoria. Él se burló de ella y, una vez más, de las víctimas. Dijo que nada tenía que ver, que todo se concertó entre Escobar y alias el Negro Pabón, y que no se acordaba de haber dicho que pegarle cuatro tiros a mi abuelo había sido una “vuelta sencilla”.

Su falta de memoria, o mejor, su memoria selectiva, hoy es fácil de refrescar para quienes conservan folios de esos expedientes enmohecidos o de los archivos periodísticos que dejaron constancia de lo sucedido. En ellos aún se lee que, en mayo de 1994, ante un fiscal sin rostro, Popeye habló de su participación en el crimen y de lo sencillo que resultó matar a Guillermo Cano. En las mismas páginas también quedaron testimonios que demuestran que Popeye no fue otra cosa que un sicario cercano a Escobar. Uno de los familiares del capo lo dejó claro: “Popeye no fue nada”. Por encima de él estaban El Chopo, Pasarela, Pipina, El Arete y Otto, sicarios que sí pudieron hablarle al oído al capo.

En síntesis, Popeye solo fue un sicario de lengua suelta que dijo saber más de lo que fue testigo y cuya única virtud se reduce a haber sobrevivido a las vendettas de la mafia. Para otros, no fue más que un criminal despiadado que quiso convertirse en notario de la historia asesina de Colombia. Los expertos coinciden en que los únicos que podrían rectificarlo ya están muertos. De cualquier manera, Popeye terminó aportando versiones sobre episodios desconocidos del capo Pablo Escobar que nadie va a desmentir. Pero ni la sociedad ni la justicia fueron exigentes frente a sus historias. Pocas personas lo contrastaron y él nunca dio la cara a lo que le faltó por contar, ni aclaró sus inconsistencias.

Por eso, recordar hoy su enorme prontuario, sus crímenes y sus andanzas criminales, es darle importancia a la vida de un hombre que no dejó otra cosa que tristeza y dolor. No obstante, es necesario dejar en claro que el suyo fue un historial de mentiras, de manipulación a la verdad y de deudas con la justicia que siempre lo utilizó para tapar su incompetencia en la búsqueda de la verdad. Reconocer y rememorar esto es lo mínimo que merecen quienes han llorado por sus crímenes. La paradoja de escribir o no sobre Popeye ahora es menos confusa pues, si en estas líneas queda un poco clara la verdadera historia de este personaje, la sensación es que mi deber y responsabilidad con la historia, por ahora, están cumplidos.

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