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Se cumplen treinta y cuatro años de la muerte del escritor mexicano Juan Rulfo, quien vivió atormentado por una infancia huérfana y una madurez a los puños. Apuntes de “Rulfo, una vida gráfica”, una biografía ilustrada del autor.

Parte de la tristeza de Juan Rulfo fue heredada. Su mamá, María Vizcaíno Arias, parecía un animal silencioso por una melancolía que tenía enraizada. Solía contarle a su hijo historias del mar, de otras tierras mejores y desconocidas, de muertos que deambulaban por valles buscando sosiego. Rulfo creció escuchando esos relatos que años después transformó en frases dolorosas: “Este pueblo está lleno de ecos”; en frases turbias: “Tendré que oírlo, hasta que se le muera su voz”.

Las otras penas vinieron después. Poco después.

Juan Rulfo nació en Sayula, México, el 16 de mayo de 1917: el último coletazo de la Revolución, esa guerra en la que murieron más de un millón de personas, entre ellas Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, su padre. La muerte de Pérez Rulfo acercaría a su primer hijo a la decepción de la existencia. El escritor mexicano tenía seis años cuando mataron a balazos a su papá en medio de la plaza del pueblo. “De los seis a los doce años sólo vi muertos en mi casa. Asesinaron a mi padre, a los hermanos de mi padre, a mis abuelos: era una casa enlutada”.

“En su interior algo se rompió. Ya nada sería igual. Se encerró en la parte de atrás de la parroquia y se refugió en los libros. En medio de sus lecturas se convirtió en un niño ausente, taciturno. Quizás de ahí surgió el universo que luego escribió en sus historias”. Esas frases, habladas por un narrador que parece estar escondido detrás de las letras, aparecen en Rulfo, una vida gráfica, la biografía ilustrada del escritor mexicano editada por Rey Naranjo, escrita por Óscar Pantoja e ilustrada por Felipe Camargo.

El libro es un repaso por las tinieblas de Rulfo, por su tristeza precoz, por su adicción al alcohol y, sobre todo, por su mundo onírico: ese universo que trajo a la literatura los fantasmas de un país atravesado por las guerras internas y una cruenta revolución, los muertos de una familia desangrada y desterrada, de tantos amores y sólo uno, sin embargo. “La obra de Juan Rulfo es muy importante para Latinoamérica porque nos enseñó cómo funciona el cerebro. En el mundo fueron James Joyce y Virginia Woolf quienes comenzaron a hablar del flujo de la conciencia. En nuestro continente fue Rulfo a través de la estructura del Pedro Páramo”, asegura Pantoja, que comenzó a escribir cómic hace más de siete años, cuando publicó Gabo: Memorias de una vida mágica (Rey Naranjo, 2013).

Rulfo, una vida gráfica es una pieza que retrata de forma magistral a un escritor misterioso y genial. Cada viñeta traslada al lector a los sentimientos del protagonista y ese narrador, que conoce a cada personaje y parece guardar un secreto, va y viene como un aire que a veces trae tierra y otras gotas de agua.

Pantoja tardó ocho meses para escribir el guion de la biografía: “La primera etapa fue de investigación: releí los libros del personaje, bajé de la web entrevistas a Rulfo, vi conferencias que se han dado acerca de él. Entendí que este libro tenía que ser una propuesta muy cercana a la técnica narrativa de Juan Rulfo: hebras que se van cruzando a lo largo de la historia. Tracé tres líneas paralelas: el momento histórico que atravesaba México, la vida de Rulfo y la parte onírica de él y Pedro Páramo. Esas tres las crucé constantemente en el libro”.

“Sanatorio Floresta 1964. Ante su delicado estado de salud (su adicción al alcohol), Rulfo fue internado en un centro de rehabilitación. Los médicos recomendaron un tratamiento de choque que, según ellos, daría resultado. El duro tratamiento que recibió lo alejó por completo de la bebida. Del mismo modo que lo alejó para siempre de la escritura: ‘Se me fueron las ganas’, dijo. Y nunca más volvió a escribir”.

Sus dos únicos libros El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) son insignias del lenguaje. Símbolos universales de algo más que literatura.

El apellido de Pedro significa “terreno yermo, raso y desabrigado”, y en El llano en llamas, el incendio tiene lugar en la “llanura”, en el terreno “sin altos ni bajos”. Rulfo invoca en sus dos únicos títulos la tierra desnuda, sí, pero también lo exento de retórica u ornamento, el estilo llano, al menos en apariencia.

El suyo es un viaje al origen y al núcleo duro. Un viaje en dos libros que reconstruyen un mundo mítico y perdido, hecho de algunos recuerdos y de mucha ficción, de lo poco que le contó su tío y de lo mucho que leyó en los libros, de todo lo que vio y pisó, porque era un gran fotógrafo y un gran caminante.

El objetivo de Óscar Pantoja cuando escribió el cómic era encontrar todos los personajes y sucesos que precipitaron a Rulfo hacia la escritura de Pedro Páramo. Todos esos dolores que incubó en la niñez y que plasmó en un cuaderno mientras recorría México vendiendo neumáticos.

“Un día, a sus 37 años, Juan Rulfo entró a un almacén sencillo y compró un cuaderno colegial. Eran los meses finales de 1953. Su cabeza hervía. Perdone usted la pregunta, pero ¿no necesitaría mejor una agenda? Un cuaderno de colegial no se le ve muy bien, se me hace... Fíjese usted que no. Las agendas son para los doctores y yo no soy doctor. El cuaderno es apenas lo que necesito”.

Esa biografía ilustrada es la perfecta introducción al mundo de Rulfo, ese que nunca paró de mirar, de leer, de generar discurso. Aunque pasaran más de treinta años desde la aparición de El llano en llamas y de Pedro Páramo hasta su muerte en 1986, el artista casi duchampiano nunca dejó de trabajar.

Fuente: Diario El Espectador Colombia 

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