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El alto de Letras en Colombia es considerado por muchos el puerto de montaña más largo del mundo: 81 kilómetros, cuesta arriba, que arrancan en Mariquita, a 502 metros sobre el nivel del mar, y cierran en la cima de la montaña, en Letras, a 3.800 metros. 

Diego Santos Caballero, atleta colombiano, asumió el reto de subirlo y lo logró. 

Así cuenta su experiencia en un artículo publicado para el diario El Tiempo:

A mis casi 42 años, y apenas dos y medio desde que comencé a trotar, ¿por qué me dio por estas? “Diego, no hay necesidad”, “¿alguna vez ha corrido una distancia así?”, “¿se ha preparado para esto?”, “¡cómo es de bestia! Suerte si llega a los 40 kilómetros”, me dijeron familiares y amigos pensando, correctamente, que se me había corrido la teja.

A falta de competencias deportivas en gran parte de este ‘annus horribilis’, en octubre me puse dos metas: subir el alto de Patios, en Bogotá, en menos de 30 minutos, y culminar Letras. ¿Por qué Letras? Leí que teníamos en el país la subida en calle más larga del mundo. Entonces, ¿por qué no?

El primer objetivo no lo cumplí. Por excederme corriendo, me lesioné la planta del pie izquierdo, entré en una desmedida glotonería y engordé seis kilos. Triste y decepcionado por la pérdida de tanto entrenamiento y esfuerzo, el segundo, al menos, lo iba a intentar. ¿Estaba preparado?

La fase previa

Cuando le comenté a mi entrenador, Santiago Rodríguez, sobre mis retos, nos centramos en Patios, cuya fecha quedó para el 5 de diciembre. Me delineó el plan de entrenamiento: pruebas de velocidad, intervalos en subida, rodaje en bicicleta estática y alguna que otra nadada. Seis días a la semana de actividad física por un día de descanso. Letras, en tanto no cumpliéramos con Patios, nunca lo discutimos.

En algún momento, por curiosidad, busqué en internet información sobre subidas a Letras corriendo. La mayoría de los artículos estaban relacionados con ciclistas, puesto que es un puerto muy popular para ellos. De hecho, la Vuelta a Colombia ha pasado por ahí y los fines de semana es frecuente ver a rodadores atacar esas imponentes montañas.

Solo encontré una referencia de trote. Era de una pareja de corredores que hablaba de meses de trabajo, adaptación a cambios de altura y temperatura, y recorridos de más de 50 km. No reparé mucho en los detalles, pues mi mente estaba en los 30 minutos de Patios. Cada cosa en su momento.

A finales de noviembre, cuando ya había desistido de Patios, fui a almorzar comida vegetariana donde el entrenador. Ni siquiera abordamos Letras. Hablamos de 2021 y de lo que había sido 2020. En mi cabeza había dado el año por cerrado y con una altísima sensación de fracaso. El sobrepeso, eufemismo de indisciplina, y la falta de competencia, me dejaron muy aburrido.

Volví a los entrenamientos rutinarios de siempre, sobre todo para mantener la forma. Poco más. Subí Patios un par de veces con tiempos de 35 minutos, lejos de mi mejor marca (30:49). En esos momentos ya ni pensaba en Letras. Quienes practican deporte saben que cuando la cabeza no carbura, el cuerpo no reacciona. Los pensamientos negativos se van acumulando y la losa del bloqueo mental se torna más pesada.

La semana del 7 al 13 me sentí bien. Completé en mis piernas 132 kilómetros, entre corridas y bicicleta, de los 61 que tenía estipulados. “Me voy a Letras”, le dije a mi señora. “¿A qué?”, me respondió. “A Letras”. “¿Es eso un concurso de televisión? Dame la ele”.

Le comenté también a un par de amigos y en sus voces de escepticismo me sentí como Don Quijote siendo juzgado por Sancho antes de embestir contra los molinos de viento. No le dije a nadie más. Nadie quiere confirmar que es un loco.

En fin, sabía que 10 días de preparación no eran suficientes para una paliza de 81 km. Los dos deportistas sobre los que había leído en Google hablaban de meses de trabajo, incluyendo una bajada de 60 km a Anapoima. ¿Irresponsable de mi parte? Seguramente, pero desde julio, cuando la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, decretó permiso para poder hacer ejercicio en la calle, me había ejercitado más de 90 horas y acumulado unos 850 km en los gemelos.

Fijé la fecha para el sábado 19 de diciembre. En los pocos días que me quedaban, me acosté a las 8:30 p. m.; entrené a las 5:30 a. m. entre una y dos horas; ayuno intermitente; ensalada y proteína vegetal de almuerzo, como me lo indicó el doctor Óscar Rosero, y una pasta con tomate y aguacate a las 6:30 p. m. Y así, todos los días.

Me volví un reloj para ir al baño y comencé a ducharme de nuevo con agua fría, una excentricidad impulsada por mi entrenador. Me hice dos masajes deportivos con mi masajista de cabecera, Diego Cárdenas, y acudí donde mi fisioterapeuta, Duván Martínez, para una alineada muscular, sobre todo en el pie, aún lastimado.

Seguí buscando infructuosamente más artículos sobre Letras. Hablé con un amigo, Santiago Rengifo, que lo había subido en bici dos veces en menos de un mes. En la segunda se le reventó el tímpano. “Los últimos 20 prepárese para conocer el infierno”, me dijo. “Reserve hotel pues a veces es difícil encontrar cuarto”.

Así, encontré en Mariquita el hotel El Negro, cerca de la salida donde marca el kilómetro 0. Un costo de 45.000 pesos la noche. Solo efectivo. Viajé el viernes por la mañana, junto a don Jorge. Paramos a comprar agua, Gatorade, Coca-Cola, geles, gomas, sales, mandarinas y plátanos. Seis horas después llegamos al hotel.

Llamé al entrenador: “Prepárate para correr más de 10 horas. Nunca pierdas el control. Ritmo cardiaco a menos de 130 pulsaciones por minuto y cada 45 minutos para a tomar un poco de líquido y alterna la alimentación. Un plátano, la siguiente parada un gel, la otra una gomita y así hasta terminar, En las pendientes más inclinadas camina rápido, no gastes energía corriendo. Suerte y qué buen reto hacerlo solo”.

Me fui a dormir.

El asalto a Letras

Cada corredor tiene su estrategia de carrera. La mía ha sido siempre segmentando los tramos y haciendo cuenta regresiva de lo que me va quedando. Para Letras, tenía frente a mí ocho segmentos de 10 km cada uno. Es una forma de afrontar mejor las pruebas de largo aliento.

En mi cabeza tenía previsto correr a un ritmo de entre 7:30 y 7:50 el kilómetro, una intensidad suave que podría sostener durante toda la trayectoria, con leves caminadas, sin problema. Estaba mentalizado para echarme unas 11 horas. Santiago me había calculado 10:20.

Comencé a trotar a las 4:25 a. m. Las luces del carro me mostraban el camino. Durante hora y media mi paso fue de 6:40 el kilómetro. Estaba subiendo muy bien. Cuando empezaron a cantar los gallos y verse el amanecer ya llevaba unos 15 kilómetros de recorrido y un ascenso de más de 1.000 metros. ¿Esta es la dificultad de Letras?, me pregunté.

Sobre las 6:10 a. m. comenzaron a caer unas pequeñas gotas de lluvia. Minutos después se vino una lluvia torrencial que no paró sino hasta las 8:30 a. m., más o menos. En ese punto había recorrido unos 30 km. Corrí sobre charcos, con poca visibilidad, pero la lluvia me quito el problema del calor. ¿De verdad que esta es la dificultad de la que tanto hablan?

Cada 45 minutos don Jorge detenía el vehículo, yo abría el baúl y seguía los consejos de mi entrenador. No paraba más de dos minutos. Solo oriné una vez. Supongo porque estaba sudando todo. Del número dos, por fortuna, nunca se quiso pronunciar. De todas maneras, iba preparado con papel higiénico.

Ya con un clima más despejado, continué corriendo. Del kilómetro 30 al 50 seguí sólido. Desde varios carros me alentaron sus pasajeros y hubo uno que otro amargado que me madreó porque tenía un carro siguiéndome y obstaculizando el tráfico.

En algún punto me cambié de camiseta y me puse guantes. Sentía un cansancio en las piernas, un dolor en la ingle y rodilla izquierda y sobre los 2.600 metros me mareé un poco. ¿Por qué? No lo sé, pero el temor se me metió por primera vez en el cuerpo. Si esto es así, a la altura de Bogotá, ¿qué me va a pasar a los 3.300? Por otra parte, yo nunca había corrido más de 50 km. No sabía lo que era correr a los 60, 70 u 80.

Al llegar al kilómetro 60 tenía un promedio de 6:42. Un tiempazo. Pero las piernas me abandonaron. “No más Diego, deja la huevonada”, me gritaban los gemelos. Yo no lo sabía, pero aquí comenzaba Letras. “Esto es Letras, Diego. Bienvenido”, me dijo la montaña.

Ni el infierno debe ser así. Una temperatura de menos de 15 grados; viento seco y frío; altura a casi 3.000 metros y yo sin piernas. Sin piernas y solo. Bueno, con don Jorge, quien tenía la instrucción de mi señora de montarme al carro a las primeras de cambio.

Durante ese tramo final, de 21 km, el tiempo se congeló. Cada paso era como si me pegaran en las piernas con un yunque. La cabeza me mortificaba, diciéndome que me montara al carro, que ya era suficiente. La carretera era interminable, y no había ni un solo plano, así fuese de un par de metros. Dos veces me giré para subirme al carro, pero por algún motivo no lo hice. Seguí. En mi mente solo deseaba que un carro me espichara y acabara con mi suplicio. El tiempo no pasaba. Estaba en el Matrix, pero yo no era Neo.

Kilómetro 72. No más, me di por vencido. No. No lo hice. Sí. No. Sí. No. Empecé a cantar como loco. “Raquel y Carlota, vamos a cantar… Y al papá acompañar, la, la, la”. Así media hora, llorando. Llegó una bajada de 3 km, hasta el 77. Ya lo tenía cerca. Así llegara de rodillas. Ya no había vuelta atrás. Vi la meta y olvidé las nueve horas y media de trote. Piqué y coroné. Conquisté el alto de Letras. Volví a llorar. Y aún sigo llorando.

Donde me faltaron las piernas, me sobró la cabeza. La cabeza no tiene límites. La de nadie. Pero para saberlo hay que ponerla a prueba. En cualquier disciplina de la vida. Seré un loco, pero hoy soy un mejor loco que antes de Letras y me despido de 2020 mostrándole el dedo.

Fuente: Diario El Tiempo Colombia 

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