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Deportivo la Coruña, de su fabulosa historia a estar hoy postrado en Segunda B

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El equipo del Deportivo la Coruña, donde milita el costarricense Celso Borges, atraviesa actualmente uno de los peores momentos de su historia. 

Malas decisiones, en lo deportivo y a nivel dirigencial, tienen al club en la Segunda B (tercera división). 

El periodista español Arturo Lezcano, que creció con sus años de gloria, relata su vía crucis en un amplio artículo publicado en el Diario El País.

Aquí la nota 

Riazor huele a mar. Las borrascas barren A Coruña y el salitre se cuela por las rendijas del campo de fútbol, al borde de la playa. Hoy, tres cuartos de siglo después de su fundación y tras varias reformas, el estadio luce más majestuoso que nunca, y dentro se siguen oyendo las olas. En sus tripas se exhiben los títulos y las hazañas. Junto al acceso a vestuarios se adivina la zona mixta, preparada como un reluciente estudio de televisión. Enfrente hay una gran pecera de cristal para que directivos e invitados puedan ver salir a los futbolistas mientras degustan empanada gallega. Todo anuncia un escenario de Primera y la sensación se multiplica al entrar al campo. Unos marcadores enormes con animaciones de los jugadores acompañan la presentación del speaker. Parece que en cualquier momento va a sonar el himno de la Champions League, pero no, no suena. En unos minutos comienza en este magnífico estadio de 35.000 butacas un simple partido de Segunda División B. El Real Club Deportivo de La Coruña, uno de los selectos nueve campeones de la Liga y el más singular fenómeno del boom del fútbol español del cambio de milenio, se enfrenta a un equipo de barrio llamado Coruxo Fútbol Club.

“Puff”, resoplaba un par de días antes el expresidente Augusto César Lendoiro cuando nos sentamos a charlar en el hotel Riazor, cercano al estadio. Su bufido queda suspendido en el aire. Lendoiro, de 75 años, mantiene una cabellera tupida, apenas unas canas. Viste chaqueta de sport y zapatillas negras de caminar. “Pasar de entrar como cabeza de serie en el bombo de la Champions a estar en Segunda B te cuesta. Pero bueno, al mal tiempo buena cara, y para la lluvia, paraguas”, dice. El hombre que diseñó la época de gloria del Dépor —que lo cogió con una deuda del siglo XX, lo elevó a los cielos y lo vio caer desde la cima con una deuda del siglo XXI— conserva su aspecto rechoncho e imponente, incluso con un toque más juvenil. Ya no lleva corbata ni en la solapa la chapa del Ural —club que fundó a los 15 años de edad— que paseaba por Europa y mostraba como un anillo de obispo en aquellas eternas cenas de champán y tortilla de Betanzos donde cerraba fichajes inimaginables para un equipo periférico. Frente a un vaso de agua, Lendoiro rememora que había representantes de jugadores que al aterrizar en A Coruña para una negociación con él se iban primero al hotel a dormir una siesta larga “para estar frescos para la noche”, como si fuesen a jugar la final de una Copa del Mundo.

Un hombre camina junto a la fachada del estadio de Riazor, en A Coruña.

Los jugadores del Dépor y del Coruxo saltan al campo a las doce de la mañana en un suave domingo de otoño. El campo está en silencio y apenas se escuchan los graznidos de las gaviotas. La sensación de extrañeza es mayor por el matiz distópico que imponen las restricciones del coronavirus: en el estadio solo hay 150 personas, y no ocupan las gradas, sino los palcos vip, donde hace no tanto se disfrutaba viendo al Manchester United, al Barcelona o a la Juventus. Hoy el Deportivo ganará al Coruxo 1-0 y sufriendo, marcando este tanto en la misma portería donde un día entraron los tres primeros goles de una formidable remontada contra el Milan; donde Bebeto dio un baile de samba a un defensa del Espanyol, o donde Djalminha humilló al Madrid haciendo un pase de lambretta, una maniobra tan creativa y complicada que mejor mírenla en YouTube. Con el club hundido, perviven la memoria de la grandeza reciente y el apego popular al escudo. “Es Segunda B, pero somos 20.000 socios”, dice Javier Fraga, de la peña Rompeolas, delante de su bar, un clásico de la previa en Riazor. En realidad son 21.000. Casi el 10% de toda la población coruñesa. Por encima de las copas y los laureles, todos los hinchas resaltan que el verdadero patrimonio del equipo es su fuerza social; aquello que cantan Os Diplomáticos de Monte Alto de O Dépor somos nós.

Tres planes soviéticos

Junio de 1991. No cabe un alfiler en la plaza de María Pita, repleta de abuelos, padres y chavales que coreamos obedientes lo que grita desde el balcón del ayuntamiento el presidente, con su nombre y su estampa de gozoso senador romano. “¡Barça, Madrid, ya estamos aquí!”. Augusto César soltaba semejante órdago durante la celebración del ascenso a Primera después de 18 años fuera de la máxima categoría. “Yo solo quería ganar. No me conformaba con participar”, recuerda. Cuando Lendoiro se puso al frente de la entidad, en 1988, el Deportivo acababa de salvarse, precisamente, de un descenso a Segunda B, contaba con 5.000 socios y adeudaba 430 millones de pesetas. “No teníamos ni camisetas, porque en aquella época además había que comprarlas”. Como estrategia de choque discurrió un sistema “como los soviéticos”. Consistía en dos planes trienales y otro quinquenal. Tres años para ascender, tres para jugar en Europa, otros cinco para ganar un título. Se adelantó a sus propios pronósticos, pero eso ni lo soñaba aquella muchedumbre entregada. Solo celebraban que se había terminado a longa noite de pedra.

Justo antes de empezar el partido de aquel ascenso de junio de 1991, una cubierta del estadio empezó a arder por el lanzamiento de una bengala. Los hinchas bajamos al césped. Yo era un niño y me acuerdo de estar ayudando a sostener una manguera pinchada de los bomberos. El partido se reanudó y el Dépor ganó. Se dijo que se había quemado el meigallo, el hechizo que le había impedido ascender las temporadas anteriores. No por nada al entrenador de aquel equipo, y arquitecto de lo que vendría después, se le llamaba O Bruxo: Arsenio Iglesias, el paradigma del sabio de aldea. En los años siguientes, Arsenio se encontró con un equipo deslumbrante en sus manos al que aplicó su sentido común y sus dosis de retranca. A sus 90 años, al Brujo aún se le ve paseando por A Coruña del brazo de sus hijos y protegido por unas gafas de sol. Un busto de bronce le rinde tributo en el paseo marítimo.

En 1992, al término del primer año en Primera, Lendoiro se sube a un avión con destino a Río de Janeiro con un libro de fotos de A Coruña y un collar de cerámica Sargadelos. Se planta en la exclusiva zona de Barra da Tijuca y timbra a la casa de José Roberto Gama de Oliveira, Bebeto, una estrella consagrada que estaba a punto de fichar por el Borussia Dortmund. Antes de irse, Augusto César saca los presentes gallegos y se los entrega a Denise, la esposa del futbolista. “Le dije que la playa que salía en las fotos —muy soleada, porque la imagen se había tomado en verano— era como una pequeña Copacabana”, dice señalando con pillería desde el hotel el arenal de Riazor, cualquier cosa menos tropical las tres cuartas partes del año. De Río, Lendoiro salta a São Paulo, donde un joven serio y rocoso llamado Mauro Silva se preparaba para jugar un partido en el estadio Morumbi. “El contrato lo redacté yo mismo en el hotel y Mauro lo firmó en una camilla del vestuario antes de salir”. Aquel chico sería campeón del mundo dos años después y se convertiría en el arquetipo del centrocampista defensivo.

El nuevo Deportivo nacía el mismo verano que se alumbraba una etapa del fútbol español en la que la Liga llegaría a ser la mejor del mundo y en la que Barcelona, Madrid y otros de sus equipos brillarían en Europa. En 1992 la inmensa mayoría se reconvertían en sociedades anónimas deportivas, lo que facilitó la entrada de capital para fichar. El camino que se tomó en A Coruña, sin embargo, tuvo una particularidad: los socios que comprasen dos acciones tendrían derecho a conservar su asiento, y se impuso un límite máximo de acciones de un 1%. Aquello resultó en un club con 25.000 dueños. Lendoiro lo definió como “capitalismo popular”.

Dépor-Coruxo en Riazor.

Mauro y Bebeto le dieron lustre a un proyecto que ya tenía un gran pilar previo. Francisco González Pérez, Fran, había llegado a la ciudad en 1988 desde una aldea de la costa gallega. Le dieron una dirección de la calle de San Andrés y un nombre, Puri. “Era la pensión para los que veníamos de fuera”, recuerda. “Yo compartía habitación con mi hermano José Ramón”. Cuatro años después, Fran triunfaba al frente de aquel equipo que fue bautizado por la prensa como Súper Dépor tras una victoria contra el Madrid. En el primer año de su explosión —la temporada 1992-1993— animó el cotarro entre el binomio de grandes. El segundo —1993-1994— asustó al Barcelona de Johan Cruyff, el Dream Team, hasta el punto de regalarle la Liga al fallar un penalti en el último minuto del último partido. Abrumado por la oportunidad histórica, el tirador infló el pecho, miró al suelo y pateó la pelota a la barriga del portero. Era Miroslav Djukic, un elegantísimo defensa que salió de Yugoslavia en los albores de la guerra de los Balcanes y que pocos años atrás todavía trabajaba conduciendo excavadoras.

El tierno Súper Dépor se hacía grande a base de golpes demasiado duros para sanar ni en 25 años. “Esa espina nunca me la he sacado y jamás saldrá”, reconoce Fran, de vuelta como director de la cantera.

Para entonces el deportivismo se había convertido en un fenómeno internacional. La mayor desgracia de Galicia, la diáspora, es también uno de sus mayores activos. El año de Djukic —metonimia que todo futbolero coruñés usa para la temporada del penalti fatídico—, 4.000 deportivistas viajaron a Birmingham a ver una eliminatoria contra el Aston Villa. Más de la mitad lo hicieron desde Londres, donde vivían —o vivíamos: en mi caso, apenas ese año, buena puntería—. Allí se crearon dos peñas y con ellas viajamos meses después a Riazor para aquel final de Liga. La fiesta desaforada del emigrante que volvía a su tierra por un día se convirtió de regreso en un funeral. Pero no había vuelta atrás en la fiebre.

Galicia también tuvo su éxodo interior. Miles de familias del campo emigraron a ciudades como A Coruña en los sesenta y setenta, poblaron los barrios que no salían en las postales y parieron una generación de nuevos urbanitas. Ellos vivieron la era dorada del Dépor y con él embanderaron su identidad hasta hoy. Un ejemplo es la peña Chaflán, fundada en 2011, cuando ya pintaban bastos para el club, pero cuyo germen fueron aquellos locos años noventa de goles y cerveza en el barrio de Os Mallos. Hoy su bar agota las horas previas al cierre por las restricciones de coronavirus con una charla de socios. La mayoría pasan de los 40 años de edad. “Tenemos muchos recuerdos, pero ninguno como el sufrimiento y la alegría de la primera Copa del Rey, en 1995 contra el Valencia. Eso no se olvida”, dice Rafael Varela. Ese fue el primer título del equipo y también tuvo un relato extraordinario. En la segunda parte, pensamos que alguien nos estaba tirando piedras. Era granizo. El diluvio provocó el aplazamiento de la final. Cuatro días después se reanudó y se terminó el partido. Aquella Copa cerró el ciclo del Súper Dépor y dio paso a otra etapa de un Deportivo potente y de mayores ínfulas, marcada por los cambios acelerados de un fútbol español que crecía y se inflaba. Con el pay per view televisivo llegaba la gran lluvia de millones para seguir apostando.

La gloria

En el vestuario, el delantero holandés Makaay chupa botellines de Estrella Galicia de dos en dos. Un peluquero tiñe de rubio platino al malabarista ­Djalminha. Fran se abraza a los utilleros. En la pantalla de mi teléfono móvil, un ladrillo Nokia, salta un número extranjero. Es Radio Rivadavia de Buenos Aires. Quieren hablar con los argentinos. Les doy el teléfono y ellos les responden prácticamente bajo la ducha.

Es 19 de mayo de 2000. El Deportivo acaba de ganar la primera Liga del siglo XXI. La hinchada invadió el campo y se llevó por delante a Fran. Aquel hombre tímido al que Bebeto llamaba “craque”, y del que decía que por su talento podría ser seleccionado por Brasil, fue aupado a hombros por una muchedumbre que le sacó la ropa hasta dejarlo ante las cámaras con unos calzoncillos con el número 10. “Lo pasé fatal. Pero ojalá hubiera tenido esa experiencia más a menudo”, dice en un café con su semblante tranquilo de siempre.

El bar Rompeolas tiene en la pared fotos de ídolos históricos del club. A la izquierda de la camiseta enmarcada vemos a Luis Suárez, coruñés y único español balón de Oro (en 1965 con el Inter de Milán), y a la derecha, imágenes de la época dorada de los años noventa y dos mil: por ejemplo, la del atleta de Cristo Donato levantándose la camiseta tras marcar el gol del partido en el que el Dépor se proclamó campeón de Liga.

Al capitán, superviviente del equipo de los primeros noventa, le llegaba lo mejor: disfrutar de la Champions. Era tal la anomalía histórica que el Dépor ganaba la Liga y el Atlético de Madrid descendía. Del naufragio de este club pescó Lendoiro a Juan Carlos Valerón. Veinte años después, El Flaco es entrenador del Fabril, el filial del Dépor, y mantiene su sonrisa indeleble. “Llegué y aquí se respiraba algo diferente. Yo recuerdo estar en la zona de vestuarios antes de salir, en el túnel, y sentir, sin decirlo, que íbamos a ganar. Creíamos en nosotros. Va más allá del juego”, cuenta en una cafetería frente a Riazor recordando aquel equipo de Javier Irureta, un entrenador vasco de sobriedad trapense. Durante siete años, el técnico vivió solo en un cuarto de hotel. Tenía un vestuario con más fondo de armario que cualquier grande, poco dócil pero ganador, y él dosificaba los talentos como una máquina de tricotar: el martillo percutor de Makaay y la alquimia de Djalminha, el tobillo de goma del Turu Flores, el talento a granel de Valerón y las cucharadas geniales de Tristán. Y, por supuesto, Mauro y Fran. Así se mantuvo en la élite de la Liga y de la Champions un lustro. Así ganó al Madrid de Florentino Pérez una final de Copa en su propio estadio, el Bernabéu, el día que el club galáctico cumplía 100 años. El centenariazo.

El deportivismo se acostumbró a ese cúmulo irracional de éxitos. También el puñado de reporteros que seguíamos al equipo. Recuerdo una victoria en Old Trafford por el gol de Tristán, pero también porque era mi cumpleaños y tras el partido la tripulación habitual del chárter del club me regaló una botella de Jack Daniel’s. En aquellas noches de vuelta de ganar en Turín, Múnich o Londres, los jugadores se sentaban a comentar el partido con los periodistas entre el humo de los cigarrillos. Pese a su éxito, el Deportivo aún tenía un ecosistema familiar.

Me viene a la memoria el 11 de septiembre de 2001 y veo a Irureta y a Mauro sentados con nosotros en el sofá de un hotel de Lille, en Francia, mirando atónitos en una tele cómo se estrellaban dos aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York.

Por aquel tiempo el Dépor se hizo famoso por sus remontadas en Europa, como una contra el Paris Saint-Germain o por supuesto la del Milan en cuartos de final de la Champions de 2004. Fue la última gran gesta, un 4-0 aplastante con una ciudad entera soplando detrás como el viento nordés lo hace sobre la Torre de Hércules. Había ya demanda para comprar las entradas a la final de Gelsenkirchen cuando llegó Mourinho, entrenador del rival de semifinales, el Oporto, y, como siempre le ha gustado hacer, tocó la tecla psicológica en la rueda de prensa previa en Riazor: “Os veo muy creciditos”. Mal augurio. Burlándose, nuestra megafonía repitió la frase antes de empezar el choque. Ganaron ellos. Se escapaba la final de la Champions League y con ella se iba también una era.

Llamada a medianoche

Diciembre de 2004. Desde la redacción de La Opinión, marco muy tarde el número de siempre. Son cerca de las doce de la noche, pero sé que a partir de las siete de la mañana ya no está Mari Carmen, la secretaria, y que a esas horas solo queda un individuo en el club. Suena el teléfono fijo en un despacho atiborrado de carpetas y papeles, al fondo de una laberíntica oficina en la plaza de Pontevedra de A Coruña. El hombre contesta como si fuese desde la mesilla de noche de su casa.

—Sí, ¿dígame?

—Presi, ¿qué tal?

Y Lendoiro respondía. Podía haber sido para consultarle un posible fichaje —“no hay nada de eso”— o preguntar por la inauguración de una peña —“creo que es a las ocho de la tarde…”—. Frente a equipos cada vez más gigantes y modernos, el Dépor mantenía un modelo doméstico. Llegó a disponer de casi 80 millones de euros de presupuesto anual, pero nunca tuvo más de cinco empleados. El presidente cerraba la puerta con su manojo de llaves. Después despachaba en varios restaurantes los fichajes del equipo. Pero aquel día lo llamaba porque en el diario en el que trabajaba abríamos en primera con la monumental deuda del Deportivo y queríamos preguntarle por ello. Noble pero peligrosa idea. Lendoiro habló una hora serpenteando por una maraña de números mareante para un plumilla de deportes como yo. El presidente trataba de poner en valor “el pasivo” de un club que empezaba a ver rondar a los tiburones.

La burbuja del fútbol español se estaba pinchando y el Dépor y otros tantos clubes que se pasaron de esteroides tenían que rendir cuentas o caer en concurso de acreedores. El equipo coruñés tardaría más años en hacerlo, pero su modelo de continuo redoble de la apuesta empezaba a flaquear. Encima, el ciclo vital de las estrellas se acababa. En 2005, junto a Mauro Silva, se retiraba Fran, O Neno, el one club man coruñés, sin homenajes porque había bronca entre él y el presidente. También se iba el paciente Irureta. Llegaban las vacas flacas, sin Champions y por ende sin ingresos que permitiesen reducir una deuda de más de 150 millones de euros.

Lendoiro matiza aquella arriesgada política, pero no rectifica del todo: “A lo mejor hubiese medido en hacer algunas cosas. Pero no en vender a nuestros mejores jugadores”. Cuando al fin lo hizo por necesidad, el Deportivo se desmoronó por su propio peso.

La caída

Juan Carlos Valerón, mundialista, campeón de varios títulos con el Dépor y un espíritu sensible, elige como culmen de su trayectoria de élite un descenso. “¿Una escena imborrable de mi carrera? Lo tengo clarísimo: los 10 minutos posteriores al pitido final contra el Valencia en 2011. Nunca vi algo así, un equipo que bajaba a Segunda, pero que era aplaudido por la gente”, cuenta. Aquella noche, el canario, conmovido, pedía perdón al público y este lo ovacionaba. A él y a los 20 años de gloria. Se daba paso a la peor década de la historia del club, pero con un apoyo jamás visto: al año siguiente hubo récord de abonados en Riazor. Así consiguió volver a Primera en una sola temporada. Pero volvió a bajar. Y volvió a subir. Y tras mantenerse a duras penas cuatro años, otra mala temporada lo abocó de nuevo a Segunda. Esa década de padecimientos y pasión a partes iguales, de dientes de sierra y sinsabores, la representa como nadie Fernando Vázquez, un profesor de inglés de instituto que había entrenado a muchos clubes, pero nunca al equipo de su corazón. Lo fue a buscar Lendoiro antes de marcharse, en 2013, para intentar evitar un descenso. No lo consiguió, pero estuvo a punto. Ya con cierta aura de levantamuertos, lo ascendió al año siguiente. Vázquez ha entrenado al Deportivo en Primera, Segunda y Segunda B. “Después de los descensos nunca hubo ruptura social, nunca existió, es impresionante. Yo entrené al Celta y al Betis después de bajar y era un drama”, dice entusiasmado el entrenador que llegó a un club en barrena.

El último descenso trajo también un condicionante que calafateó cualquier fisura entre grada, equipo y directiva. Un enemigo externo: el presidente de la Liga, Javier Tebas. El aplazamiento repentino del último partido, contra el Fuenlabrada, que se presentó en Galicia con varios positivos de coronavirus, mientras el resto de la jornada se disputaba, encendió a los coruñeses. Todavía más cuando se supo que el asesor jurídico del contrincante madrileño era el hijo de Tebas. El deportivismo sostiene que se adulteró el principio de igualdad al quebrarse la unificación de horarios en la última jornada. La combinación de resultados dejó sin opciones al equipo de Vázquez, que aún hoy se solivianta cuando se le pregunta. Sentado durante la entrevista en un banquillo de Riazor, se levanta de un brinco como si fuera a protestarle al árbitro y grita: “Me siento impotente, indignado. ¡Pero vamos a ver! ¡Si en 1994 no se hubiera jugado la última jornada y no hubiera existido el penalti de Djukic, el Dépor hubiera sido campeón de Liga!”. Por las calles de la ciudad se ven mascarillas con el rostro de Tebas tachado.

Con todo, pese a estar en Segunda B, la situación no es apocalíptica. En condiciones normales, un equipo con una deuda como la suya tendría todas las papeletas para desaparecer. Pero en el momento más crítico, el año pasado, el banco local, Abanca, se hizo con la mayoría del club, un mal menor para los pequeños accionistas, sabiendo que la entidad no volvería la espalda al gran patrimonio intangible de la ciudad. De momento ha sostenido la caída brutal de ingresos reduciendo presupuesto hasta en un 70% con respecto a los 22 millones del año pasado, pero con algunos sueldos muy superiores a lo normal en la categoría.

La realidad en el campo, sin embargo, es mucho más pareja, como comprobamos este domingo frente al Coruxo y como veríamos en diciembre frente al Celta B, que ganaría 1-2 en Riazor. Yo contemplé dicho sacrilegio en el sofá de mi casa, aturdido como en un mal sueño que se prolonga desde hace 10 años y en el que nos caemos desde lo más alto de un edificio, en una trayectoria descendente, lenta y sostenida, con efímeras alegrías que van amortiguando el impacto como si fueran los toldos de los balcones, aunque la caída continúa, no se detiene. El sueño culmina esa tarde con la derrota contra el filial del eterno rival. Y entonces el golpe nos despierta, tirados en el asfalto. Al final, como en cualquier pesadilla, estamos vivos. Rotos, pero vivos.

Celebración de la Liga de 2000.

Fuente: Diario El País / España