Jürgen Klinsmann era un alevín de diez años que correteaba en la provinciana Göppingen cuando su ídolo, Franz Beckenbauer, levantó la Copa del Mundo de 1974. Dieciséis años después, Klinsmann levantó su propia Copa del Mundo en Roma. Lo apadrinó Beckenbauer, seleccionador y Kaiser de la Alemania que comenzaba a unificarse.
“La selección de 1990 fue un reflejo de Beckenbauer en muchos aspectos”, dice Klinsmann, en un intercambio vía email desde su casa en California. “La preparación fue milimétrica, la ambición era máxima, nunca dudábamos, éramos autocríticos cuando necesitábamos serlo y únicamente nos concentramos en ganar. Beckenbauer vivió toda su vida para ser sencillamente el mejor. Nos inspiraba a todos. Y todavía nos inspira”.
El próximo lunes se cumplen tres décadas desde el inicio del Mundial más aburrido de la historia, umbral de la universalización del catenaccio y preludio de una era de Mundiales decepcionantes. Klinsmann, goleador por excelencia de la Mannschaft [47 goles en 108 partidos], se muestra incapaz de considerar si Beckenbauer, el mediocampista que deslumbró al mundo en 1966, acabó convirtiéndose en uno de los principales responsables de estancar la evolución del fútbol cuando puso hasta cinco defensas centrales para que gobernaran con pie de plomo la zona que antes habían poblado los volantes de pie sutil como él. Augenthaler, Kholer, Buchwald, Reuter, Berthold, Brehme, y Thon, todos centrales en potencia menos Brehme, fueron distribuidos por Beckenbauer entre la línea de tres zagueros, los laterales y el mediocampo durante el torneo de 1990. Una superpoblación sincronizada que, con la fuerza persuasiva del trofeo en la mano, creó tendencia. Italia, Francia y España, entre otros, hicieron lo mismo en los años siguientes.
“Nosotros no necesitábamos entrenarlo demasiado porque era un funcionamiento basado en la naturaleza y la personalidad de los jugadores”, dice Klinsmann, que como seleccionador dirigió a Alemania en el Mundial de 2006 con una filosofía mucho más ofensiva. “Cada Copa del Mundo es un reflejo del desarrollo técnico, táctico y físico de los diez clubes más grandes de Europa del momento. La diferencia del Mundial es que el aspecto cultural y mental es decisivo. Esa química en una selección es determinante y nosotros la teníamos. Augenthaler siempre podía desplazarse hacia adelante, Matthäus podía meterse entre los centrales y dar pases de 40 o 50 metros con facilidad, y así sucesivamente. Tuvimos la suerte de conocernos desde hacía muchos años y veíamos los desmarques con los ojos cerrados”.
Klinsmann no cree que lo ocurrido en 1990 fuera realmente nuevo. “El Bayern”, observa, “empleó defensas para atacar desde los años 70. Breitner y Beckenbauer fueron los más famosos, y a partir de ahí se hizo habitual ver jugadores flotando e intercambiando posiciones entre la defensa y el mediocampo; centrales adelantados a posiciones de mediocentros que incluso en momentos puntuales acababan las jugadas en el área rival, como hacía Buchwald, o como hacía Koeman, que anotó muchísimos goles sin abandonar el centro de la defensa, ni en el Barcelona ni en Holanda”.
Guido Buchwald, el espigón rubio que avanzó por la banda izquierda antes de meterle el centro que permitió a Klinsmann rematar el 1-0 ante Holanda en los cuartos de final, emociona más al exgoleador que la mención de cualquier otro compañero. “Buchwald fue el jugador más infravalorado de Alemania durante años, hasta que en 1990 le enseñó a todo el mundo su calidad real”, dice. “Ahora su apodo es Diego porque fue capaz de desactivar a Maradona en la final sin hacerle ni una falta. ¡Con puro fútbol!”.
“Buchwald fue el jugador más infravalorado de Alemania durante muchos años. Ahora su apodo es ‘Diego’ porque fue capaz de desactivar a Maradona en la final sin hacerle ni una falta. ¡Con puro fútbol!”.
Ante la sugerencia, el técnico no se para a considerar que Beckenbauer transformara a la selección en virtud de su trayectoria personal de mediocampista reconvertido a líbero. Tampoco contempla que el esquema de 5-3-2 que empleó Alemania en 1990 no tuviera nada que ver con el 4-4-2 de Alemania en 1974, en donde Schwarzenbeck fue el único defensa central nato de un equipo plagado de grandes interiores como Overath, Bonhof, Netzer o el propio Beckenbauer, que jugó de central.
“Netzer, Overath, o Magath, como Johan Cruyff, eran los clásicos diez”, discrepa. “Y tras ellos surgió Schuster, uno de los mejores organizadores del fútbol alemán. Todos podían dirigir la orquesta y ser goleadores, llegado el caso. Pero siempre necesitaron una cobertura de los mediocampistas defensivos como Buchwald, o de volantes que iban de área a área, como Matthäus”.
Klinsmann zanja el debate con idolatría. “Beckenbauer es, junto con Pelé, la figura futbolística más admirada de todos los tiempos”, afirma. “Su carrera como jugador, su carisma, su personalidad y espíritu amigable proporcionó a la selección alemana de 1990 toda la energía y seguridad que necesitó para avanzar hasta el título. Sin Beckenbauer el fútbol alemán no sería lo que es hoy. Durante el Mundial de México de 1986 aprendió muchas cosas sobre cómo liderar el grupo y las puso en práctica en 1990 con ese optimismo y esa confianza que le caracterizaba”.
Resuelta con un penalti inexistente de Sensini a Völler (1-0), la final de 1990 se archivó en los anales de los espectáculos más soporíferos y chuscos que ofreció la industria del entretenimiento. “Cuando Argentina perdió a Caniggia por doble amarilla en la semifinal contra Italia su ataque quedó limitado”, señala Klinsmann. “Estábamos totalmente seguros de ganar el partido. Que fuera aburrido y se decidiera con un penalti es irrelevante. Hoy te acuerdas de las emociones inolvidables que supone ganar un Mundial, no necesariamente de lo que ocurrió en el partido”.
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