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Esa mañana miré los ojos a Javier Rojas y le pregunté: “¿Cuál fue la peor torta o diablura que has hecho en tu vida como periodista deportivo?”.

Javier miró una mesa negra que estaba a su lado. Hundió sus ojos redondos en ella, balbuceó dos o tres vocablos, respiró profundo, como lo hacía siempre y luego confesó con una sonrisa delatadora, acusadora “Fue en México, un día antes de un partido entre Costa Rica y ese país”..

Esto ocurrió hace más de veinte años en una casa del barrio La California. Javier Rojas era, desde mucho tiempo atrás, una verdadera figura pública. Pero también era, por sí mismo, una psicología de la vida. Un hombre compasivo, escéptico, justo, tolerante y, sobre todo, libre

Algunos días antes le había llamado por teléfono y le dije, con alguna exuberancia y presunción, que quería escribir un pequeño adelanto de sus memorias para la revista de deportes “Triunfo”, que dirigía mi hermano Guillermo.

Javier aceptó hablar muchas horas de su vida. Creo que, en esa ocasión, me acompañó Wino Khnor, periodista de “Triunfo” en ese entonces.

Por eso le pregunté sobre su mayor diablura en el periodismo deportivo, al menos hasta ese momento. Cuando me dijo que la cometió en un hotel de México entonces le amarré dos preguntas:¿En México donde? ¿En un estadio?.

“No, no, no, en el lobby de un hotel de la ciudad de México”, respondió y soltó una carcajada mientras su cara de transformaba y sus pómulos se llenaban de sangre.

Sospecho que el recuerdo fue un sopapo para su cabeza. A Javier ese recuerdo le produjo un ataque de hilaridad y bulla. Por eso es que el fotógrafo que me acompañaba corrió a una cocina a traerle un vaso de agua. Tosía con desatino.

Cuando el agua le ayudó a calmarse, Javier me narró esto que recuerdo palabra por palabra: “Estaba en el lobby de un hotel de México. No recuerdo cuál era. Era un hotel fino, de esos de lobby grande y ancho. De pronto miré que en el centro de ese gran lobby había una enorme fuente de agua. El agua subía y caía. La fuente soltaba un enorme chorro”.

“Entonces se me ocurrió una diablura. El lobby estaba lleno de ticos que habían llegado a ver el partido de fútbol con México que se daría al día siguiente. Muchos llevaban encima la bandera tica y camisetas de la selección. Había mucho furor deportivo. Mucha alegría. Algunos tomaban tequila a pIco de botella”.

“Entonces procuré que todos los ticos, dentro de los que había algunos maiceros, me vieran y caminé hacia la fuente. Cuando llegué a ella atravesando el gentío de ticos tomé agua de la fuente, me persigné con ella, me hinqué y comencé a rezar. Padre nuestro que estás en los cielos…..Santa María, madre de Dios” Rezaba en vos alta, quería que todos me escucharan”.

“Al ratito se me acercó mucha gente a preguntarme por qué rezaba ahí, hincado ante la fuente de agua. Respondí que la ciudad de México no sólo era muy moderna sino también muy devota. Comencé a explicarle a la gente tica, mientras me prestaban atención, que ya no había que ir a la Basílica de la Virgen de Guadalupe. Que desde la Basìlica habían conectado, mediante larguísimas cañerías, a los hoteles para que los turistas que quisieran pudieran orar y tomar agua bendita sin estar obligado a ir hasta la Basílica”.

“La gente me creyó. Yo continué mis oraciones mientras me hacía una señal de la cruz en la frente de mi cara con agua que lo menos que tenía era de bendita. Los costarricenses se hincaron al lado mío frente a la fuente. Comenzamos a orar en coro. Alguna gente corrió a traer botellas para recoger agua de la fuente. Creía que era bendita y que la traerían para Costa Rica. Aquello se volvió un caos. Los empleados del hotel no entendían nada. Seguro creyeron que éramos árabes y que había llegado la hora de las oraciones y las abluciones y remojos”

“Al ratito, en medio del relajo que armé en ese hotel, se me acercó un empleado. Se me quedó mirando. Le cerré un ojo y le pregunté: ¿Verdad que ésta fuente es de agua bendita conectada con la Basílica de Guadalupe?. Me respondió que sí. Y entonces fue peor…las doñitas se hincaban y se daban golpes en el pecho. Poco a poco me fui retirando del lugar. No aguantaba la risa. Me salí a la calle y solté las carcajada”, dijo Javier Rojas en medio de un ataque de tos que le dio al recordar su travesura. en México.

Ese historia lo retrata a la perfección. Siempre estaba lleno de humor. Cuando se hablaba con él parecía que el mundo se había construido en un lugar muy distinto. Ese día de la larga entrevista hablamos de todo: de lo “mariachi” y calderonista que siempre fue, de la época que trabajó con Somoza en Nicaragua, de todo cuanto fue él y su historia personal.

Javier tenía una memoria que deslumbraba a cualquiera. Podía citar detalles de una conversación realizada cuarenta o cincuenta años antes. Siempre creí que era una persona que integró todas las partes de sí mismo. Si eso hubiese ocurrido en otra persona se habría roto en pedazos.

Javier amaba Tibás, era herediano, “mariachi”, siempre cargaba heterogéneas pasiones. La gustaba hacer caridades. Le disgustaba la injusticia, se le plantaba al poder cada vez que quería ( a pesar de la preocupaciones de los empresarios radiales). A veces creo que Javier era una obra de arte de la autodefinición y seguridad en sí mismo. La gente lo respetaba, La gente lo quería. Era un hombre abierto al mundo. Admitía sus errores sin dejar nunca de aprender.

No tengo copia de aquellas memorias que escribí de Javier Rojas. El original quedó en La Nación. Tal vez deba rescatarlo porque las memorias se publicaron en tres entregas, incluida una portaba completa. No recuerdo cómo titulé la serie pero sé que a él le encantó el escrito por justo y atrevido. Recuerdo que ordenar el texto me costó mucho. Se habló tanto y de tantas épocas, que crearle un método a todo lo que dijo en un par de días fue un terrible desafío.

Javier Rojas es parte de una generación de grandes comentaristas y cronistas deportivos. A todos los conocí. De cada uno aprendí algo de la vida entre conversaciones y bohemias: Juanito Martín, Jorge Pastor Durán, Luis Cartín ( un monstruo de la locución que pocos recuerdan) y “Rápido Ortiz”. Sé que olvido a otros como Ricardo González, Pilo Obando y no sé cuántos más. La memoria es cada vez más flaca.

Con Luis Cartín y Juanito Martín trabajé en los mismos diarios. A Pilo lo conocí a los 17 años y todavía recuerdo nuestros juegos nocturnos de ajedrez. A todos ellos los respeté siempre.

Cuando publiqué las cortas memorias de Javier Rojas, nos comprometimos a hacer un libro biográfico. Pienso que le fallé, aunque siempre hablaba en público de mi ofrecimiento. Hace pocas semanas hablé por teléfono con Javier. Lo saludé. Le dije, sin empacho, cuánto lo quería. Me lo pasó al teléfono José Joaquín Chaverri.

Nos teníamos cariño mutuo. En El Salvador me llegaron muchos mensajes de amigos que repetían que Javier siempre decía en público que respetaba mucho el periodismo que hago. Eso se lo agradecí siempre. Por eso, y muchísimos recuerdos más, es que me duele en el alma la muerte de Javier. Antes me dolió que me dijeran que tenía cáncer terminal y que ya no se podía visitar en su casa. Quería despedirme de Javier. Quería pedirle que viviera un poco más para que escribiéramos el libro.

Hay gente que se va y que siempre nos hará falta. Javier es uno de esos personajes. Siempre lo será.

Escrito por Lafitte Fernández Rojas

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