“Seguimos melos”, decía un letrero en el puente sobre la Calle 26, en Bogotá. Desde las 9 de la mañana comenzaba a aglomerarse gente a lo largo de la avenida para esperar la caravana de la Selección Colombia a su regreso del Mundial de Rusia 2018.
Entre la hilera de gente a ambos lados de la calle había desde trabajadores escapados, en una hora de almuerzo, que se convirtió en tres, hasta otros que sacaron el medio día libre reglamentario por haber votado para ver a los jugadores.
También había perros uniformados con la camiseta de la Selección y bebés en sus cunas. Competían por cuál era el más indiferente a la situación.
En contraste, algunos asistentes lo asumían con todo el interés. Gladis, una mujer de unos 40 años, trepó a la rama de un árbol como si tuviera 30 menos y esperó allí, encaramada, varias horas. Nelly, de 89 años, vino desde Duitama Boyacá, aprovechando una cita médica, con la ilusión de ver a Juan Guillermo Cuadrado, su jugador favorito.
Pero el jugador más esperado, sin duda, fue el defensa Yerry Mina, quien con sus tres tantos de cabeza en Rusia se convirtió en la figura del equipo. El otro consenso casi general entre los aficionados fue que el árbitro Mark Geiger le había robado a Colombia al favorecer a Inglaterra durante el partido de octavos de final.
“Hasta Maradona lo dijo”, argumentó Alejandro, un joven de unos 20 años, ante el asentimiento enérgico de Alexander, su hermano diez años menor.
Al igual que hace cuatro años frente a Brasil, la eliminación de Colombia no fue asumida como una consecuencia natural de un último juego discreto, sino como un complot orquestado por una fuerza vaga: la Fifa o el orden mundial; una suerte de maldición patriótica empecinada en negarnos lo que nos merecemos como país.
Tras horas de espera, pasadas las 2 de la tarde los helicópteros sobrevolando el bus anunciaron la llegada de la Selección. Los policías, apostados a ambos lados de la avenida, se convirtieron en unos aficionados más, sacaron sus celulares y grabaron el paso de los futbolistas.
Apenas pudieron distinguirlos. Cuando el bus se perdió por la avenida, los miles de personas se fueron dispersando en medio de discusiones sobre qué jugadores habían logrado identificar tras los vidrios polarizados del bus.
“Qué tal que hubiéramos ganado el Mundial”, dijo de pronto un indiferente entre la multitud. Otro, más radical, especuló lo que estarían pensando los jugadores: “Como defraudamos a toda esta gente”.
Pero, por el ánimo general, fue todo lo contrario. Y no solo porque esta fue la segunda mejor presentación de Colombia en un Mundial, al clasificar pasar por tercera vez la fase de grupo, sino por una causa más profunda.
Es algo que acerca a los aficionados colombianos con los panameños, que hace unos días celebraron el tanto de Felipe Baloy, el primero de su selección en un Mundial, como si fuera el gol de una final. En la realidad, seguían perdiendo 6-1 frente a Inglaterra.
Esa dignidad extraña que comparten ambas hinchadas, y otras como la peruana, fue la que se vivió la tarde de este jueves, cuando miles se volcaron a las calles para echar un vistazo a sus ídolos, cuando se reunieron a celebrar una eliminación.