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El mundial de Brasil 2014 produjo un fenómeno inusual en los Estados Unidos. Todos el país estuvo al pendiente y lleno de euforia por su selección de fútbol, un deporte que a lo largo de la historia no ha sido prioridad para los norteamericanos.

 

“El equipo de EE UU ha perdido, pero el soccer en América ha ganado”,resumía el miércoles el diario USA Today luego de la derrota de Estados Unidos en manos de Bélgica.

Durante tres semanas, los norteamericanos de Washington a San Francisco y de Dallas a Chicago, se han enganchado al Mundial de Brasil, han disfrutado y sufrido con su selección, han maldecido a los árbitros y al entrenador Jürgen Klinsmann, han realizado un cursillo acelerado en misterios de este deporte como el empate o los minutos adicionales tras los 90 reglamentarios, y han encontrado a un nuevo héroe en el guardameta Tim Howard.

Andy Markovits —profesor de la Universidad de Michigan, politólogo y erudito del deporte, que ha asistido a seis Mundiales, empezando por Inglaterra 66— compara el ambiente de estos días con la locura de marzo,march madness en inglés, uno de los momentos estelares de la temporada deportiva norteamericana, cuando los equipos de baloncesto universitario se enfrentan en eliminatorias. En oficinas, aulas o fábricas el baloncesto monopoliza las conversaciones. Una fiebre colectiva, difícilmente comprensible para muchos extranjeros, se apodera del país.

“Es el único momento en el deporte americano que realmente es nacional, de costa a costa”, dice Markovits. “Yo, por ejemplo, soy hincha de los Yankees de Nueva York. Cuando los Yankees juegan contra los Dodgers, es posible que la gente en Detroit lo mire, pero sus emociones no están allí”. Ahora, dice, ha ocurrido algo similar. Las audiencias televisivas se han disparado. La Casa Blanca ha distribuido fotos de Barack Obama siguiendo los partidos.

El crecimiento del fútbol en EE UU ha sido constante desde que a finales de los años setenta las estrellas mundiales —Pelé, Cruyff, Beckenbauer— emigraron para jugar en la Liga Norteamericana de Soccer, donde competían equipos como el Cosmos de Nueva York o los Washington Diplomats.

Franklin Foer —culé washingtoniano y autor de How soccer explains the world (Cómo el fútbol explica el mundo)— recuerda que el crecimiento se ha acelerado con cada Mundial. “Pero este es un poco distinto a otros, simplemente porque vivimos en un momento en el que los americanos están maduros para enamorarse del juego”, dice el periodista Foer, que dirige la revista New Republic.

Otra decisión política determinó la evolución del soccer: la adopción en 1972 de una ley que prohíbe la discriminación sexual en los programas y actividades educativas que reciben fondos federales. ¿Qué tiene que ver esto con el fútbol? La ley, conocida como Título IX, obligó a distribuir las mismas becas deportivas a las mujeres que a los hombres. Esto obligaba a igualar las becas que ya se dedicaban deportes como el fútbol americano: el soccer fue la solución.

“En fútbol femenino Estados Unidos es el mejor del mundo, y no por casualidad”, dice Markovits. “Y esto tiene que ver con el Título IX, la ley federal y el deporte universitario”.

Hacia la misma época, dice este erudito del soccer, emerge una nueva clase media alta blanca y cosmopolita “que descubre el queso francés, el agua mineral y el vino, cosas que hasta entonces sólo existían en Manhattan”. “Como dice el gran Pierre Bourdieu”, añade en alusión al sociólogo francés, “todos queremos distinguirnos, ser diferentes, parecer mejores”. Y parecer mejores incluía “jugar a otro juego que la clase trabajadora americana”. Y qué mejor que un juego europeo que el fútbol.

Identificado con los inmigrantes latinos, el soccer también es el deporte de las clases urbanas y progresistas, el deporte perfecto para los años posteriores al belicismo y el patriotismo del presidente George W. Bush, según una teoría de Foer. “Permite a un cierto tipo de americanos sentirse a la vez nacionalistas e integrados en la comunidad global que había dado la espalda a Estados Unidos”, dice. La selección de EE UU, continúa, “es un equipo de inmigrantes, con un entrenador inmigrante que practica un deporte que, de forma extraña, muchos conservadores de la línea dura odian”.

Foer cita otro factor para explicar la fiebre del soccer: el auge del fútbol juvenil. Con más de seis millones y medio de jugadores, el fútbol ya es el segundo deporte más practicado entre los 6 y los 18 años, según datos publicados por The Wall Street Journal, sólo superado por el baloncesto, y por delante de los otros tres grandes.

Pero la popularidad del soccer en el ámbito escolar —ayudada por el declive del fútbol americano, que los padres creen peligroso— puede resultar engañosa. “Sólo porque juegues a algo no significa que ipso facto vayas a seguirlo”, dice Markovits. “Muchos vamos en bicicleta y jugamos a los bolos, pero pocos seguimos el bowling profesional, o el ciclismo, más allá del Tour”.

Lo que sí ha cambiado en los últimos años ha sido el acceso, por televisión por cable o Internet, a los partidos de las Ligas inglesa o española. El Barça o el Chelsea son ahora una presencia familiar en EE UU. El problema: la debilidad de los clubes autóctonos. Nadie sufre por el DC United o Real Salt Lake City como con los Yankees o los Lakers.

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