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Una sonda llamada “Parker” llegó a tocar el sol sin desintegrarse tras tomar una velocidad aproximada de 590 mil kilómetros por hora.

La temperatura de la atmósfera del Sol, por donde la sonda Parker hizo su más reciente paseo, puede superar un millón de grados centígrados. Esto representa unos valores mucho más elevados que los de la superficie solar, estimada en unos 5.500 °C, lo que sería una amenaza para cualquier dispositivo.

Sin embargo, a diferencia de lo que nos dice la intuición, calor no es lo mismo que temperatura. Como explica la NASA, "las altas temperaturas no siempre se traducen en el calentamiento de otro objeto". Es decir, una temperatura puede ser de millones de grados y no proporcionar un calor significativamente alto.

Lo que ocurre en la atmósfera del Sol, también llamada corona, es que la partículas que la conforman tienen una densidad particularmente baja, por lo que la cantidad de energía transferida la sonda espacial no es tan elevada. Esto se traduce en que el escudo térmico no debe hacer frente a una temperatura de más de un millón de grados sino de unos 1.400 ºC.

El escudo en sí es un sándwich de espuma de carbono de solo medio palmo de grosor entre dos láminas del mismo material. El lado que ha de recibir la radiación va cubierto de una capa de cerámica blanca, para reflejar mejor el calor. 

Todos los materiales de la nave son especiales para resistir temperaturas extremas. El cobre normalmente utilizado en los cables eléctricos se fundiría; en su lugar se emplean conductores hechos de niobio, protegidos por fundas de cristal de zafiro. La cavidad de Faraday, el único sensor que se asoma por encima del escudo para ver al Sol directamente, está hecha de una aleación de titanio, circonio y molibdeno, que soportaría hasta 2.300º C.

En el interior del sensor van unos electrodos destinados a separar las partículas del viento solar según sus niveles de energía. Son de tungsteno, el metal con punto de fusión más alto, por encima de los 3.400º C. Normalmente, estos materiales se mecanizan con herramientas de corte por láser; en este caso ni siquiera eso fue suficiente y hubo que darles forma atacándolas con ácido.

Probar el funcionamiento de estos equipos en las condiciones reales de trabajo no resultó fácil. Para simular la luz y calor del Sol se utilizaron proyectores de cine IMAX, modificados para dar aún más intensidad y al mismo tiempo, un acelerador de partículas reproducía el impacto del viento solar. No contentos con eso, el sensor principal se ensayó una vez más en el horno solar de Odiello, en la ladera norte de la Cerdaña, concentrando en él la luz reflejada por 10.000 espejos ajustables.

El Sol es una inmensa bola de plasma que, por supuesto, carece de superficie sólida. Lo que vemos es el brillo de la fotosfera, una capa relativamente delgada donde bullen enormes columnas de gas incandescente que suben desde las profundidades. Intensos campos magnéticos se retuercen sobre ellas y ocasionalmente se producen colosales llamaradas que siguen el camino marcado por las líneas de fuerza. Por encima de ella, la corona, tan tenue que solo puede verse cuando la Luna oculta el disco del Sol.

Es difícil decir hasta dónde alcanza la atmósfera de nuestra estrella. La corona se expande y contrae siguiendo la evolución de la actividad del astro. Su límite se estimaba entre 10 y 20 radios solares. Más o menos a ese nivel la presión de la radiación impulsa los átomos ionizados de hidrógeno y helio con tanta energía que se liberan de la atracción gravitatoria y los campos magnéticos locales. Las partículas subatómicas escapan al espacio a enormes velocidades formando el viento solar.

En abril pasado, la sonda Parker pudo, por fin, afinar más esas medidas. Cuando se encontraba a unos 18 radios solares sus instrumentos detectaron una región de intensas turbulencias. No es un límite suave, sino que presenta enormes altibajos según la actividad solar. De hecho, mientras iba aproximándose cada vez más al perihelio, la Parker entró y salió varias veces en la corona. Como era de esperar, detectó un gran incremento en los campos magnéticos, acusados zigzags en las líneas de campo magnético y también zonas de intensas perturbaciones en el plasma, seguidos de otras mucho más calmadas, como cuando se entra en el ojo de un huracán.

Esa transición, teorizada en los años cuarenta por el sueco Hannes Alfvén, marca la difusa frontera entre la atmósfera de nuestra estrella y el espacio exterior. Es curioso que tanto sus teorías como las de Eugene Parker (que a mediados de los cincuenta previó la existencia del viento solar) fueran rechazadas por la comunidad científica de la época tildándolas poco menos que de heréticas. El reconocimiento a ambos tardó mucho en llegar: el Nobel de Física de 1970 para Alfvén y el bautismo de la sonda solar para Parker. Es la primera vez que la NASA da a una de sus naves el nombre de un científico vivo.

Estamos saliendo del mínimo del ciclo de 11 años de actividad solar. A medida que esta vaya aumentando, aumentará también el tamaño de la corona y la sonda Parker pasará más y más tiempo dentro de la atmósfera de nuestra estrella. Por ahora, superado ya el perihelio está volviendo a ganar altura hacia la más tranquila órbita de Venus. Como diría el capitán del relato de Bradbury, “rumbo Norte”.

Fuente: El País

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