Katalin Karikó quizá gane algún día un premio Nobel, pero se ha pasado décadas sufriendo rechazos. Esta investigadora húngara pensaba en los noventa que una molécula de origen esquivo, el ARN, podría usarse para curar enfermedades como el cáncer, pero su idea provocaba la incredulidad de colegas e instituciones y no encontraba financiación.
“Todas las noches estaba trabajando y pensaba: ‘Subvención, subvención, subvención’, y la respuesta siempre era: ‘No, no, no”, contaba hace poco a la revista Stat. Perdió su trabajo en la Universidad de Pensilvania (EE UU), pensó que no era lo suficientemente buena, quiso dejar la ciencia. Pero siguió investigando y, cuando en enero de este año se publicó la secuencia genética de un misterioso virus mortal que asolaba China, aplicó su idea a una posible vacuna.
Diez meses después, la inmunización de la empresa en la que trabaja, la alemana BioNTech, se ha probado en 44.000 personas y es una de las grandes esperanzas para acabar con la pandemia mortal que ha arrasado las vidas de millones de ciudadanos, acostumbrados a vivir en sociedades avanzadas y acomodadas, y que jamás esperaron tanta muerte y desolación. En nuestras vidas, predecibles e hipertecnologizadas, ha irrumpido un virus que nos ha tomado desprevenidos y nos ha dejado sobrecogidos, desconcertados y asustados. Muchos ciudadanos se han preguntado cómo es posible que nadie nos avisara de que esto podía suceder. Pero científicos como Karikó sí nos avisaron. La cuestión es que nadie estaba escuchando.
La Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) realiza cada dos años una encuesta sobre la percepción social de la ciencia en España. La última, de 2018, muestra que los españoles confían en la ciencia, pero no la comprenden: casi la mitad de los encuestados consideran que su educación científica es baja o muy baja. Y al 30% es un tema que les interesa poco o muy poco porque en su mayoría, aseguran, no la entienden.
Matilde Canelles cree, como Fernández Mallo, que la desconexión entre científicos y ciudadanos no es exclusivamente achacable a la falta de formación de la sociedad. La experta explica que el éxito de una carrera científica se valora, cada vez más, analizando el número de artículos que ha publicado un investigador en las revistas especializadas, lo que convierte esa publicación en la única manera de evaluar su trabajo y la que marca, en última instancia, la posibilidad de conseguir más fondos. En inglés lo llaman publish or perish, publica o perece. Y esto ha aislado a muchos científicos bajo toneladas de documentos y burocracias, y les ha hecho olvidar la necesidad de trasladar los resultados de sus investigaciones a la sociedad. “Se ha creado lo que los americanos llaman la rat race [carrera de ratas] por conseguir más y más artículos, más y más dinero, y un laboratorio más grande. Y se han perdido algunos valores, como la necesidad de hablar con los medios y los ciudadanos”, reflexiona Canelles.
Un problema añadido es que los largos y complejos tiempos y métodos de la ciencia casan mal con una sociedad acostumbrada a medir el éxito de un proyecto en el tiempo que se tarda en poner un tuit, y a valorar a los políticos en periodos de cuatro años. Como se observa claramente con el ejemplo de la vacuna de Katalin Karikó, un científico necesita decenas de años y una financiación sostenida en el tiempo para que sus investigaciones obtengan resultados.
La falta de atención e interés público por la ciencia se muestra fácilmente con un ejemplo muy simple. El Centro Nacional de Epidemiología es el encargado de vigilar nuestra salud pública y controlar las enfermedades que pueden afectar a los ciudadanos. En el organismo trabajaban 100 personas en 2008. Tras los recortes provocados por la crisis económica, este año, cuando llegó a España la mayor pandemia del siglo XXI, eran tan solo 64. Ahora, unos meses después, el centro se ha reforzado y tiene 77 trabajadores, pero aún siguen siendo menos, en plena crisis sanitaria, que hace 12 años.
Así que la ciencia ha seguido trabajando con medios cada vez más limitados, y ante la indiferencia general, y cuando los virólogos y epidemiólogos avisaron de que en algún momento llegaría una pandemia global provocada por un virus, nadie escuchó. Hay libros y reportajes que cuesta releer sin estremecerse. Hasta ahora habíamos “esquivado la bala”, como ha dicho Keiji Fukuda, exjefe de epidemiología de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Atlanta (CDC, el centro de referencia de EE UU en materia de salud pública).
Gracias a una combinación de preparación (especialmente en los países de Extremo Oriente) y buena suerte, ni el SARS en 2002, ni la gripe porcina en 2009, ni el ébola en 2014, ni el zika en 2016 fueron pandemias completas. Pero cuando el 11 de marzo de 2020 la OMS declaraba que la covid causada por el virus SARS-CoV-2 era una pandemia, la atención de todo el planeta, hasta el momento centrada en peleas políticas, partidos de fútbol, raperos o series de televisión, se giró hacia la ciencia. Y la ciencia estaba preparada.
Desde su posición privilegiada en la OMS, María Neira reflexiona: “Si hemos tenido una vacuna en 10 meses es porque ya había grupos de científicos, con sueldos no exactamente millonarios, que llevaban tiempo trabajando en ello. No es que estuvieran poco preparados. Es que eran pobres. La comunidad científica estaba trabajando en esto, con recursos exiguos y buena voluntad, pero, si no hubiera sido por eso, no estaríamos aquí”.
La ciencia ha hecho un esfuerzo brutal al margen de la falta de interés ciudadano, los recortes, los sueldos miserables o la inestabilidad de la carrera investigadora. María Neira reflexiona sobre su experiencia en la OMS estos meses: “Hemos batido récords en la colaboración entre expertos. Nunca había visto nada así; no puedo decirle ningún nombre de un científico que hayamos llamado, aunque fuera para citarle unas horas después o a las tres de la madrugada, que nos dijera que no. Y esto ha ocurrido además hablando de cuestiones donde hay muchos intereses comerciales también. Esta ha sido una de las cosas que más nos han emocionado a mis colegas y a mí: esa generosidad, la colaboración altruista y muy consciente del momento histórico en el que estamos metidos”. La ciencia, a pesar de todo, ha respondido, sí. Pero no sin costes.
Los científicos publican los resultados de sus investigaciones en revistas especializadas que son revisadas por otros científicos. Ese proceso normalmente dura meses, pero la pandemia no espera. Por eso, este año se han publicado decenas de miles de preprints, estudios sin confirmar, de utilidad para la comunidad investigadora, pero que han sido publicados en medios de comunicación y redes sociales como verdades contrastadas cuando no lo estaban. También se ha reducido a la mitad el tiempo de revisión de las revistas médicas, de 120 días de media a 60. Y ha habido ejemplos sangrantes de ciencia mal hecha. Es muy conocido el caso de un artículo científico sin revisar que aseguraba en enero haber encontrado un “sospechoso” vínculo entre el virus del sida y el coronavirus, sugiriendo que estas coincidencias no “eran de naturaleza fortuita” y abriendo la puerta a la idea de que el virus de la covid podría haber sido creado deliberadamente en un laboratorio. El artículo fue retirado dos días después, pero fue descargado por 200.000 personas y lo difundieron más de 23.000 tuits.
Pero probablemente el mejor ejemplo del lío en el que se ha visto metida la comunicación de la ciencia durante la pandemia ha sido el de la hidroxicloroquina. Este medicamento, que ha sido utilizado desde hace décadas para la terapia de enfermedades como el paludismo, fue identificado al principio de la pandemia como uno de los posibles tratamientos contra la covid. También fue defendido por personajes como el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, o el estadounidense, Donald Trump, lo que despertó la atención mundial hacia el fármaco, hasta el punto de que hubo problemas de abastecimiento en todo el planeta. Sin embargo, cuando la prestigiosa revista The Lancet publicó un estudio en mayo sugiriendo que aumentaba el riesgo de muerte, ese simple fármaco para la malaria quedó desacreditado, tiznado también por la defensa que habían realizado dos presidentes populistas y que no son precisamente amantes de la ciencia.
Y sin embargo ese estudio, publicado en una revista muy prestigiosa, fue finalmente retractado, así que relevantes médicos e investigadores pidieron que les dejaran seguir investigando. Finalmente, la OMS aseguró en octubre que la hidroxicloroquina no salva vidas, pero los resultados de su estudio tampoco se han publicado aún. Todo este confuso batiburrillo de estudios y comunicados ha trasladado confusión a la ciudadanía, que en este momento probablemente no sabe ya si la hidroxicloroquina mata o salva.
El año 2021 será fundamental en la historia de la ciencia y la confianza pública en ella. Si la mayor parte de la población quiere inmunizarse, si las vacunas contra la covid funcionan bien y si las conspiraciones no triunfan, la confianza en la investigación se habrá reforzado y, muy probablemente, la sociedad no permitirá que la atención desaparezca.
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