El medio de comunicación mexicano La Razón de México publicó un artículo donde pone muy en alto el nombre de Costa Rica por el manejo de la pandemia.
Un (pequeño) país latinoamericano, combinando capacidad estatal, robustez democrática, una economía moderadamente desarrollada y buenos indicadores de protección social y capital cívico, ha enfrentado bien la actual pandemia. Evitando el contagio comunitario y con la tasa de mortalidad más baja de América, los recuperados superan los casos activos. Sus científicos avanzan en el estudio y el tratamiento del virus. El país se llama Costa Rica y genera esperanza.
Lo consiguió sin el petróleo de Dubái, sin el control orwelliano de China, sin la cultura confuciana de Sudcorea. En una región tradicionalmente pobre, desigual y violenta. Desmintiendo a quienes atribuyen a nuestra identidad —latina y católica— una incapacidad insuperable para la buena gobernanza. Recordando que, con arreglos políticos adecuados, las élites y ciudadanos comunes pueden construir, juntos, modelos de desarrollo más inclusivos y sostenibles.
En Costa Rica, 70 años de consenso social y democrático han erigido un sistema de partidos estable, pero abierto. Una economía capaz de transitar de la exportación de commodities a los servicios, la tecnología y el desarrollo sostenible. Una población donde la clase media y el activismo comunitario forman parte del paisaje. Una cultura cívica donde las elecciones —y no las guerrillas o los golpes militares— han sido el modo de procesar los grandes disensos nacionales. Un medioambiente donde la cobertura boscosa, las áreas protegidas y la generación de energía limpia han crecido sin pausa. Pura vida, como dicen mis amigos ticos.
Nada de esto era históricamente inevitable. Las decisiones tomadas en coyunturas críticas —Reforma Social, Abolición del Ejército, Estado Benefactor, Modernización Aperturista— explican esta ruta. Las realidades vecinas —países similares en tamaño, población y riqueza— muestran el efecto perverso de lo contrario. Los ticos han capeado las sombras de dictaduras y revoluciones, optando por un reformismo sostenible y dinámico capaz de moderar la ola neoliberal. Incluso su entrada al Libre Comercio fue objeto de un referéndum (2007), demostrando que la democracia liberal, los movimientos sociales y las reformas macroeconómicas no son enemigos irreconciliables.
Nada de eso implica la ausencia de desafíos. El turismo y la inversión extranjera se resienten en la actual coyuntura. Las arcas estatales están hoy sobrecargadas. La pobreza y el desempleo, que abarcan un quinto de la población actual, amenazan con duplicarse como efecto combinado de la inmigración vecina y la pandemia global. Los extremos polarizadores —castristas de clóset, nostálgicos bolivarianos, evangélicos conservadores, ultracapitalistas libertarios— tienen voz y presencia en la política populista e institucional. La lógica impaciencia ante los pendientes domésticos y la ignorancia ante la excepcionalidad nativa pueden, mezcladas, erosionar la confianza cívica de parte de la población.
Empero, la existencia y adaptabilidad de esta hermosa nación, nos recuerda que las comunidades humanas podemos construir colectivamente mejores formas de vivir, producir y gobernarnos. Que la tradición, la geografía o los recursos naturales no son maldiciones insuperables. Y que en nuestras manos está siempre, como dice el himno de aquel país, que “sepamos ser libres: no siervos menguados”.