En el centro de salud más sofisticado de Ucrania habían, antes de la invasión rusa, cerca de mil pacientes internados. Hoy sólo quedan 300, muchos de los cuales no pueden ser trasladados por la complejidad de su cuadro.
Ahora mismo hay trescientos niños internados en el hospital infantil de Kiev. Algunos de ellos tienen problemas del corazón, muchos de ellos tienen cáncer, algunos necesitan una cirugía. Cuando se evacúa una ciudad es difícil sacarlos a todos. Cuando se la bombardea en cambio la destrucción de sus vidas es inmediata. La de todos, sea que se quedan, que se van, que viven o que mueren. Hay otros, además, que no pueden elegir.
En el hospital de niños Ohmatdyt, en la capital ucraniana, la situación es crítica. Es uno de los centros de salud más sofisticados del país, tiene -tenía, antes de la invasión- cerca de mil pacientes internados, y algunos de los tratamientos más complejos de toda Ucrania se realizaban ahí. Hoy, luego de una semana de derivación y evacuación permanente, solo quedan 300 pacientes, muchos de los cuales no pueden ser trasladados por la complejidad de su cuadro. En cambio, están siendo atendidos bajo tierra, en el segundo subsuelo de la clínica.
“Acá todos nos preguntan cómo están nuestros pacientes, pero yo no quiero hablar de eso, quiero decir que hoy en Ucrania hay una catástrofe humanitaria. Y mucha gente dice que lo siente, que va a rezar por nosotros… Pero yo tampoco quiero hablar de eso. Quiero pedir apoyo verdadero, quiero pedir que nos ayuden a cerrar los cielos de Ucrania”, dice Vladimir Zhovnir, el director del hospital.
Se lo ve serio. Se lo ve triste. Tiene 55 años y nunca soñó dirigir un hospital en estas condiciones. Hace dos años le tocó lidiar con el coronavirus, ahora se suma la invasión rusa. No tiene una tarea sencilla. “Quiero pedir ayuda real para frenar a las fuerzas rusas. Le pido a toda la sociedad que pare la guerra en Ucrania, que pare a Rusia, que pare a Putin”, dice.
En lo que va del conflicto, el hospital recibió diez personas heridas a causa de los bombardeos. Ocho de ellas eran niños, dos adultos. Uno de esos niños llegó muerto, otro murió durante la operación. Unas horas antes de que estemos ahí filmando ingresó el último paciente: un chico de siete años.
“El niño estaba inconsciente y perdió mucha sangre. Tenía una herida de metralla en el cuello y el costado derecho, múltiples daños por metralla en los tejidos blandos, una herida desgarrada en la cabeza y una conmoción cerebral”, dice el comunicado oficial del hospital. Lo atendió el cirujano de turno, Oleg Svyatoslavovich Godik. Lo operó directamente en la entrada de emergencias. Está inconsciente aún pero esperan que se recupere. Reposa en el segundo subsuelo del hospital, donde están todos los niños.
También están las familias. Iryna y su hija Anastasya llegaron al hospital el 23 de febrero, antes de que empezara la invasión. Son de un pequeño pueblo al oeste de Kiev llamado Bila Tserkva, que significa iglesia blanca. Todos los meses deben ir al hospital por un tratamiento crónico que necesita Anastasya, pero esta vez debieron quedarse. Cuando comenzaron los bombardeos no era seguro moverse, unos días después, Anastasya entró en pánico y su madre le prometió que no se moverían del hospital. Hoy duermen juntas en un colchón antes del acceso a la sala de cuidados intensivos, en el subsuelo.
Las familias de algunas enfermeras también están viviendo en el hospital. La madre de Egor por caso trabaja en Ohmatdyt y decidió que sus dos hijos debían estar con ella. Así que Egor, de 16 años, está acostado en una camilla en una esquina de un pasillo también en el subsuelo. Hace unas semanas se hizo un esguince en el tobillo por lo que no se puede mover demasiado. Tiene con él su computadora y una muleta para poder caminar en caso de necesitarlo. Su hermana también está por ahí, pero da vueltas por el hospital para no aburrirse.
Otra de las personas que está ahí instalada es Lidya. Tiene apenas cuatro años más que Egor pero, a diferencia de él, ella trabaja ahí. Es la jefa de prensa del hospital, o la persona que quedó a cargo de la comunicación en todo este caos al menos. Se la ve sobrepasada, nerviosa, hiperquinética, asustada. Todo lo habitual para cualquiera en su situación, un conflicto de este tipo es como agarrar la peor semana de tu vida, multiplicarla por quince, extenderla indefinidamente en el tiempo y sumarle la sensación de que, hagas lo que hagas, nada depende de ti. Así y todo, Lidya está en pie y nos guía por el hospital.
Está viviendo ahí hace nueve días. “Aquí duermo, aquí me baño, aquí como. No me voy nunca a mi casa”, dice. Y luego enumera datos: desde el primer día a hoy ya hicieron siete cirugías de alta complejidad en un quirófano que armaron de urgencia en el subsuelo. Recibieron algunos chicos que perdieron a sus familias en los ataques, casi todos de zonas cercanas a Kiev, donde se están librando las batallas más feroces. De los niños evacuados, muchos son enviados a Polonia. A los más complicados tan solo se los saca de Kiev, porque no pueden viajar demasiado. El hospital tiene su propia seguridad y un refuerzo de las defensas territoriales. Aún así, saben que no están seguros.
Mientras, hacen lo que pueden. Dos chicas se acercan todos los días a jugar con los chicos. Vestidas de payaso pasan el tiempo con los pacientes para hacerlos jugar un rato y que se olviden de la guerra. El nombre de clown de una de ellas es Boo. Dice que intentan que los chicos se adapten a esta situación de tanto miedo. “Los chicos están muy asustados, pero cuando juegan cambia su atención y la tensión se va porque no están pensando en lo que pasa”, dice. Una de las actividades principales es jugar a las escondidas. Dicen que gracias a eso los chicos se amigan con el hecho de vivir bajo tierra. Parece un chiste que la situación para aprender a vivir escondido sea jugar a las escondidas, pero el humor tiene algo de absurdo y esta situación mucho más.