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Todos los alimentos que comemos diariamente tienen su origen en muchísimos años atrás, donde eran interpretados de distintas maneras, además, de ser de utilidad para el entendimiento de lapsos históricos.

El ajo es uno de los alimentos más utilizados del mundo, no solo como ingrediente indispensable en la cocina de muchos países, sino como uno de los mejores remedios naturales que tenemos a nuestra disposición. La especie más famosa y consumida en la actualidad, el ajo común (Allium sativum), proviene de la especie Allium Longicuspic, una variedad de ajo originaria de Asia Central. 

Este indispensable ingrediente no tardó en extenderse rápidamente por la India y el Mediterráneo hasta llegar a Grecia. Donde se sabe que se utilizaba con fines terapéuticos para prevenir diversas enfermedades como el tifus o el cólera.

Por otra parte, para los egipcios, no era un simple alimento, ya que el bulbo de esta planta representaba el mundo. La capa exterior representaba el cielo y el infierno, y los dientes el sistema solar. Así que comerlo simbolizaba la unión entre el hombre y el universo mismo.

En el sur de Italia, más concretamente, en la época de la Edad Media, la región era conocida por usar este ingrediente en la gran mayoría de sus recetas. Gracias al aumento del número de plantaciones, el ajo se convirtió en un ingrediente indispensable para la gastronomía italiana. Fue entonces cuando surgió uno de los platos más conocidos del país, la bruschetta. Unas rebanadas de pan tostado rebozadas con ajo y rociadas con aceite y sal, a las que a partir del siglo XVI se les incorporó tomates y albahaca pertenecientes al continente americano.

¿Somos lo que comemos?

Desde que este ingrediente se hizo tan popular en la región del sur del país, el ajo fue cubierto de connotaciones negativas que tenían un claro componente geográfico, ya que esta parte de Italia era relativamente más pobre que las áreas del norte. Ryleigh Nucilli relata en la web “Atlas Obscura” que para hacer que el ajo y otros ingredientes estigmatizados fueran socialmente aceptables, los cocineros de la época los combinaban con alimentos más ricos y mejor vistos por la nobleza, como carnes, especias caras y quesos añejos. “Estos, por mera proximidad, realizaban una suerte de alquimia gastronómica que permitía al ajo desprenderse del hedor de la pobreza y aparecer en las mesas de los nobles”, explica Nucilli.

En la sociedad italiana del Renacimiento, lo que se comía estaba íntimamente ligado al estatus social. Esto se evidenciaba en el uso desmesurado del azafrán, la especia más cara del mundo, en los libros de cocina de la nobleza italiana. Este vínculo también se ilustraba en la literatura de la época, que utilizaba apodos enraizados en vegetales aromáticos para referirse a las clases bajas, confundiendo a la gente con lo que comían: “comedores de cebolla”, “comedores de habas” o “comedores de ajo”.

En un libro de cocina llamado “La ciencia de la cocina y el arte del buen comer”, publicado en 1891 por Pellegrino Artusi, considerado por muchos el padre de la cocina italiana moderna, el autor describe cómo los antiguos romanos dejaban este alimento “a las clases bajas, mientras que Alfonso el Rey de Castilla lo odiaba tanto que castigaba a cualquiera que se presentara en su corte con una pizca de este en su aliento”.

Todas estas connotaciones fueron gestando una idea que perdura hasta nuestros días, la pobreza huele mal por naturaleza. “Lo que llama la atención es la frecuencia con la que este discurso de clase y raza sitúa en el centro la comida maloliente dentro de una representación más amplia de la suciedad y el olor atribuidos al cuerpo así como al medio ambiente”, subraya al respecto Rocco Marinaccio, en su estudio “Garlic Eaters: Reform and Resistance a Tavola”.

Fuente: La Razón

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