En una pequeña isla ubicada en el Mar Interior de Japón se encuentra un espacio de cuatro kilómetros cuadrados que se ha convertido en una atracción turística donde podrás ver una gran grupo de conejos.
Cuatro kilómetros cuadrados es el escueto espacio que ocupa Okunoshima.
Se trata de una isla localizada a algo más de 700 kilómetros de distancia de Tokio, capital de Japón, en la prefectura de Hiroshima, que en los últimos años se ha convertido en un auténtico reclamo para los turistas. Pero no cualquier turista, porque en Okunoshima no hay nada a excepción de ruinas, muchas ruinas, y conejos, muchos conejos.
A la isla de los conejos, como también la conoce, acuden en masa los amantes de estos pequeños animales, que se multiplican por miles y se han convertido en los únicos moradores a tiempo completo de este cachito de tierra con un pasado tétrico.
Para gustos los colores. Y para destinos turísticos, también. No hay nada más personal y subjetivo que viajar. Y, si no, que se lo digan a los cientos de personas, nacionales y extranjeros, que anualmente desembarcan en la isla de Okunoshima. Muchas con ellas, cabe subrayar, con niños. La realidad es que poco o nada hay que hacer en este paraje abandonado más allá de pasar unas horas discernidas con sus residentes los conejos. Es el lugar del mundo con una mayor concentración de estos mamíferos por kilómetros cuadrado, lo cual le brinda su carácter insólito y diferencial.
Alejada como está de cualquier otro punto de interés, quien alcanza el embarcadero de la isla de Okunoshima, situada en medio del Mar Interior de Seto y accesible a través de un ferry, es porque sabe a lo que ha venido. Y los conejos lo saben también. A pesar de su naturaleza “salvaje”, los mamíferos orejudos están completamente domesticados y saben que mostrarse dóciles con los humanos les reporta grandes beneficios en forma de alimentos y agasajos varios. Tontos no son. Y es ahí donde radica lo paradójico del caso, porque hubo un tiempo no muy lejano en que la misma especie, la nuestra, que hoy les da de comer los empleaba para materializar experimentos del todo siniestros que no siempre acababan bien. Los conejos eran conejillos de indias sobre los que investigar los efectos de inéditas armas químicas en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.
PASADO
Según los registros que se atesoran de Okunoshima, la isla fue en sus orígenes un lugar de cultivo donde los agricultores de tierra firme hacían crecer las plantas con las que alimentaban a los habitantes de la zona.
Su objetivo fundacional dio un giro de 180 grados coincidiendo con la guerra ruso-japonesa, momento en el que se comenzaron a construir diferentes fuertes para proteger sus límites. Esto debido a su localización completamente resguardada de miradas indeseadas y de difícil acceso, que hacía de la isla un lugar estratégico. En 1925, el Instituto de Ciencia y Tecnología del Ejército imperial japonés dio inicio a un ambicioso proyecto para desarrollar armas químicas en el lugar, a espaldas de la comunidad internacional. Como firmante del Protocolo de Ginebra de ese año, Japón se había comprometido a no desplegar su poderío armamentístico, en su versión química, en el contexto de cualquier conflicto bélico, de ahí la importancia de que este programa secreto quedara velado en todos sus frentes. Por lo que pudiera pasar y pasó. Se llegó, incluso, a borrar su localización de los mapas.
Entre 1927 y 1929, las autoridades japonesas construyeron una planta en Okunoshima donde se fabricaron algo más de seis toneladas de gas mostaza, gas lacrimógeno y otras cuatro armas químicas más. Para tal fin, se emplearon muchos de los conejos cuyas generaciones de sucesores habitan hoy la isla.
Sobre ellos se probó la efectividad de las sustancias que posteriormente se emplearon en la contienda mundial. Ganada la guerra, los aliados desmantelaron la planta, se deshicieron de las armas químicas, ya sea vertiéndolas al mar, quemándolas o enterrándolas, y liberaron a los conejos ‘encarcelados’.
Cerca de 80 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, los pequeños mamíferos que alguna vez fueron animales sobre los que experimentar campan a sus anchas por Okunoshima y las ruinas de la planta que todavía se mantienen en pie a duras penas. De acuerdo con los responsables de la isla, la zona es segura y ninguno de sus residentes alberga en su pequeña anatomía resquicio alguno de las armas químicas que se gestaron en la fábrica desmantelada. La resignificación de este espacio en atracción turística ha permitido darle un hogar a los conejos que, ahora, viven de los turistas que acuden a verles.