Donald Trump se ha pasado la vida en los clubes más exclusivos: quemó las noches de su juventud en el mítico Studio 54 de Nueva York y luego fundó clubes de golf que exigen cifras millonarias de cuota inicial a sus nuevos socios.
Por supuesto, en 2016 entró a formar parte del exclusivísimo club de los presidentes de EE. UU., al que solo han accedido 44 personas en la historia, y al confirmarse su derrota en las recientes elecciones ingresó en una sociedad aún más selecta. Una en la que habría preferido no tomar parte: la de los presidentes que perdieron la reelección.
Desde que en 1792 George Washington convenció a los estadounidenses de que le dieran cuatro años más en el poder, solamente 10 presidentes han fracasado en las urnas. Una historia que empieza con el sucesor de Washington, John Adams, que fue el primer presidente en vivir en la Casa Blanca y también el primero en abandonarla después de solo cuatro años. Adams vivió lo suficiente como para ver a su hijo John Quincy Adams convertirse a su vez en presidente, pero murió antes de saber que también a él lo iban a echar después de un único mandato. Sus últimas palabras en el lecho de muerte fueron para el hombre que lo había derrotado: “Thomas Jefferson sigue vivo”. No sabía que su rival había muerto unas horas antes.
A Adams padre lo perjudicaron las peleas internas de su partido y a Adams hijo las acusaciones de corrupción, pero al siguiente perdedor le quitaron el cargo por el que luego ha sido el motivo más habitual de despido entre presidentes: la crisis económica. Martin Van Buren ganó cómodamente las elecciones de 1836, pero solo unos meses después de jurar el cargo se desató el Pánico de 1837, que arrasó bancos por todo EE. UU., haciendo que el dinero perdiera su valor y que los precios se dispararan. Poco importó a los votantes que Van Buren acabara de llegar y que la culpa tuviera más que ver con las políticas de su antecesor. En 1840 los votantes lo mandaron a casa, e hicieron lo mismo cuando se presentó de nuevo en 1848.
En los siguientes veinte años ningún presidente fue derrotado en las urnas, pero dos de ellos no pudieron siquiera presentarse a la reelección porque sus partidos se negaron a hacerles de nuevo candidatos: Andrew Johnson y Franklin Pierce. En 1868, fue el presidente Grover Cleveland el que se llevó el disgusto de ser desalojado después de solo cuatro años: fue una derrota amarga, ya que sacó más votos que su rival Benjamin Harrison, pero aun así perdió por el sistema electoral. Sin embargo, cuatro años después, Cleveland se cobró su venganza venciendo a su sucesor. A día de hoy, es el único presidente que ha regresado a la Casa Blanca después de una derrota.
Los perdedores del siglo XX
El primer perdedor del siglo pasado fue William Howard Taft. Según los historiadores, él mismo era el primero que no tenía muchas ganas de ser presidente. Era más feliz siendo juez, pero tanto su esposa como su antecesor, Teddy Roosevelt, tenían otros planes para él. Parece mentira que en solo cuatro años se pudiera deteriorar tanto su relación con su antiguo jefe, porque fue Roosevelt quien le condenó a la derrota cuando el expresidente se presentó contra él en 1913, dividiendo el voto republicano y otorgando una victoria fácil a los demócratas.
Por suerte para Taft, la pérdida de la Casa Blanca tuvo una consecuencia indirecta muy positiva: ocho años después, el presidente Harding le otorgó su verdadero sueño y le nombró presidente de la Corte Suprema. Es la única persona que ha ocupado los dos cargos, aunque Taft sabía cuál prefería: “Ni me acuerdo de que fui presidente”.
Cuando Herbert Hoover llegó a la presidencia en 1928, no sabía la que se le venía encima. Durante la campaña había dicho que EE. UU. estaba “más cerca del triunfo final sobre la pobreza que nunca antes en la historia de un país”. Fue como si esas declaraciones hubieran tentado al destino: no llevaba ni un año en la Casa Blanca cuando el crac del 29 destrozó la economía estadounidense y envió a millones a la pobreza. Hoover vio multiplicarse por ocho la tasa de paro y la renta de las familias descendió un 40%. A los estadounidenses no les gustó su respuesta, y en las elecciones de 1932 perdió en 42 de los 48 estados.
Ningún presidente volvió a perder la reelección en los siguientes 44 años, pero, cuando llegó el turno de Gerald Ford, no lo tenía sencillo. Los votantes ni siquiera lo habían elegido como vicepresidente de Nixon, pero le tocó sustituir primero a Spiro Agnew tras ser condenado por evasión de impuestos y luego al propio presidente cuando dimitió por el caso Watergate. Aunque Ford hubiera logrado recuperarse de su impopular decisión de indultar a Nixon, llegó a las presidenciales de 1972 con una economía floja y las terribles imágenes de la caída de Saigón a manos de Vietnam del Norte.
Los votantes se lo hicieron pagar y eligieron a Jimmy Carter, pero no tardaron en volverse también contra él. El empleo había mejorado, pero los precios estaban disparados, particularmente los del petróleo. A las imágenes de largas colas en las gasolineras se sumó el culebrón televisado de los rehenes estadounidenses en Irán: 14 meses de sufrimiento, una operación de rescate fallida y unas negociaciones con el final más humillante posible. Irán los liberó el mismo día en que Carter abandonaba la Casa Blanca, después de haber perdido las elecciones.
George Bush padre es otro de la lista. Ocho meses antes de las elecciones de 1992, el ejército estadounidense había arrasado a Sadam Husein en la primera guerra del Golfo y el presidente Bush tenía un nivel de aprobación del 89%. Parecía imposible derrotarlo, y muchos demócratas de primer nivel prefirieron no presentarse y esperar cuatro años más. Bill Clinton, un gobernador sureño bastante desconocido, se las apañó para ganar las primarias y a cuatro meses de las presidenciales ya podía ver cómo la popularidad de Bush se había desplomado hasta el 29%.
El presidente estaba pagando el precio de una situación económica negativa y tenía además una guerra abierta dentro de su partido por haber roto su promesa electoral estrella de no subir impuestos. Clinton fue en cabeza en las encuestas durante toda la campaña y, aunque Bush se resistía a creerlo, el día de las elecciones los votantes confirmaron que querían un cambio. A pesar del disgusto, la carta de despedida que dejó a su sucesor en el Despacho Oval de la Casa Blanca es un ejemplo de buen gusto que habría que recordar estos días: “Os deseo lo mejor a ti y a tu familia. Tu éxito ahora es el éxito del país. Tienes todo mi apoyo”.
Fuente: Diario La Vanguardia