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''Es inhumano lo que hacemos a los emigrantes'', dice Premio Nobel de Literatura

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John Maxwell Coetzee es un escritor y novelista sudafricano nacionalizado australiano en 2006; reside desde 2002 en la ciudad de Adelaida. Se le otorgó el Premio Nobel de Literatura en 2003 por «la brillantez a la hora de analizar la sociedad sudafricana», según el acta de la Academia Sueca.​

El diario español La Vanguardia presentó una entrevista con Coetzee.  

Aquí la nota 

En los años 50 del pasado siglo, un joven sudafricano llamado John Maxwell Coetzee soñaba con ser fotógrafo. Disparaba su cámara por doquier: en las aulas del instituto, en la granja de sus tíos, en las fiestas de los trabajadores negros donde se colaba... Pasó el tiempo, se transformó en J.M.Coetzee, obtuvo el premio Nobel de Literatura y nadie recordaba aquella etapa suya tras el objetivo... hasta que, en el 2014, en su antigua casa de Ciudad del Cabo, los nuevos inquilinos hallaron una caja y una maleta repletas de negativos y material fotográfico que han servido de base para confeccionar el libro ‘Retratos de infancia’ (Random House) que ahora llega a las librerías, un lujo para sus admiradores pues permite, entre otras cosas, ver la cara de los personajes reales que él cita en sus memorias, en especial en el volumen ‘Infancia’. 

Coetzee, de 80 años, fue el autor invitado de las pasadas Conversaciones de Formentor y, aunque finalmente declinó asistir por la pandemia, su obra fue analizada por expertos y se editó el libro ‘Variaciones Coetzee’. En una de las raras entrevistas que concede en los últimos años, Coetzee responde por escrito las preguntas de este diario, cuya traducción al español ha revisado personalmente.

-¿Desde dónde nos escribe? ¿Puede describirnos el lugar donde se encuentra ahora?

-Les escribo desde mi casa en las afueras de Adelaide, la capital del estado de Australia del Sur. A mi derecha hay una ventana que da a un jardín atravesado por un arroyo, que corre impetuoso tras un día de fuerte lluvia.

-¿Cómo le ha afectado la pandemia en su vida cotidiana y en su labor como escritor?

-Australia del Sur es un territorio extenso en cuanto a superficie pero con una población de solamente dos millones de personas. Ha tenido éxito evitando la pandemia, básicamente porque ha cerrado sus fronteras. No ha habido más que unas docenas de casos de Covid-19 en todo el estado. Por tanto, mis actividades diarias han sido afectadas muy ligeramente: por ejemplo, por precaución, no tomo el transporte público.

-El libro ‘Retratos de infancia’, sobre sus fotografías juveniles, apunta la posibilidad truncada de una carrera fotográfica que usted pudo haber tenido. ¿Se imagina esa posibilidad? ¿Con qué grado de detalle? ¿Qué le debe su literatura a la fotografía? (no solo por algún personaje fotógrafo, sino en las escenas o descripciones).

-Cuando era joven, el fotoperiodista (Robert Capa, Henri Cartier-Bresson) era para mí una figura romántica y muy atractiva, coincidiendo con un momento en que grandes técnicos como Ansel Adams convirtieron la profesión de la fotografía en algo respetable. Sí, incluso a tan tierna edad, estaba intentando encontrar razones para no convertirme en escritor, o al menos para no seguir abiertamente del todo la profesión de la escritura, que nadie de mi familia ni de la sociedad a la que pertenecía contemplaba como respetable. Aunque, en cierto sentido, formo parte de la industria del cine (he escrito guiones), sospecho que la fotografía –la fotografía fija- ha tenido una influencia más fuerte que el cine en mi manera de ver el mundo. Mis memorias visuales, las imágenes que retengo en mi mente son estáticas, no cinéticas.

-Por momentos, uno experimenta el privilegio de estar viendo a personajes de ‘Infancia’: sus padres, su hermano, alguno de sus profesores (el señor Whelan), Ros y Freek, usted mismo... ¿Qué sensación le da este diálogo entre el libro y las fotos?

-Debe tomar en cuenta la historia que hay tras este libro. Las fotografías que componen el volumen se perdieron, vamos a decir, hacia los años 50, y fueron recuperadas solo recientemente por un colega académico en Sudáfrica, Hermann Wittenberg. Fue Hermann, actuando como editor, quien creó este libro. En consecuencia, leo el diálogo entre el texto y las fotos como si fuera un extraño. ¿Cómo me siento al respecto? Sorprendido de que gente en la España actual pueda estar interesada en el mundo de un chico de 15 años que vivía una vida de suburbio ordinaria en la lejana Sudáfrica.

-Me han conmovido especialmente las fotos de Ros y Freek el primer día que ven el mar. ¿Podría evocar aquel momento y sus sentimientos?

-Ros y Freek eran dos hombres que trabajaban para mi tío en su granja de ovejas. Siempre fueron muy amables conmigo. En lo que a mí respecta, los admiraba por su fuerza, su competencia y conocimiento de la tierra. Cada diciembre, mi tío llevaba a su familia (su esposa y dos niños pequeños) a la costa, de vacaciones, una distancia de unos 400 kilómetros. Un año, se llevaron a Ros y Freek. Yo estaba con ellos cuando el grupo llegó a una localidad playera llamada The Strand. Allí, Ros y Freek, que habían nacido y crecido en el árido centro del país, contemplaron el mar por primera vez. No les pregunté lo que pensaban en ese momento. De todos modos, eran hombres taciturnos, pero debieron sentirse asombrados.

-Son muy diferentes las fotos que hacía con la ‘cámara espía’ y con la Wega. ¿Podría explicar la diferencia y las sensaciones que le producía cada una?

-La ‘cámara espía’ no era un equipamiento serio. Se inspiraba en las cámaras que – en las películas de propaganda de la época– los espías soviéticos utilizaban para fotografiar los secretos atómicos occidentales. Compré una a través de un catálogo por correo y tomé con ella fotos ‘secretas’ de mi escuela. Más tarde, pude permitirme una cámara de 35 mm más adecuada, una Vega italiana, inspirada en la Leica alemana, y empecé a pensar seriamente en aspectos como la composición dentro del encuadre. También adquirí todo un equipamiento de cuarto oscuro que me permitió empezar a revelar e imprimir mis propias fotografías.

-¿Por qué fotografiaba a los trabajadores negros? ¿Qué significado tenía? ¿Cuál era su relación con ellos?

-Desde el punto de vista de un niño, los trabajadores de la granja vivían vidas más interesantes que la de mis muy formales parientes Coetzee. Los trabajadores siempre estaban ocupados con algo, haciendo cosas prácticas, regando las orquídeas, reparando cercas, sacrificando ovejas para comer… Freek tocaba la guitarra. El día de Año Nuevo era una gran celebración para ellos, que se extendía al 2 de enero, el ‘Segundo Día del Nuevo Año’. Los fotografié bailando de noche; usaba un flash que no funcionaba bien. Creo que no entendían por qué estaba interesado en las vidas que llevaban; en general, no me daban mucha importancia. Yo era simplemente uno más de los miembros de la familia (mi tío tenía diez hermanos y hermanas, entre ellos mi padre) que visitaba la granja.

-Su biblioteca juvenil (Spinoza, Marx, Hobbes, Malthus, Rousseau, Kant, Descartes...) parece más la de un futuro filósofo que la de un novelista, aunque también vemos a Tolstoi y Dostoyevsky. ¿Son todos ellos autores que le causaron un gran impacto? ¿A cuáles destacaría?

-La mayoría de esos libros que se ven en mi biblioteca procedían de una colección llamada ‘Everyman’s Library,’ que reunía aquellos títulos que, a juicio de los editores, eran fundamentales para la civilización occidental – en otras palabras, el canon tal como se entendía a mediados del siglo XX. A la edad de 15 o 16, no tenía ninguna idea de la importancia relativa de estos Iibros ni de cómo encajaban (o no encajaban) entre ellos. Simplemente, me compré aquellos que tenían pinta de ser importantes e hice todo lo que pude para leerlos. No creo que llegara muy lejos con Spinoza o Kant; los novelistas rusos eran mucho más de mi gusto.

-Una posible conclusión de ‘Esperando a los bárbaros’ es que la barbarie la tenemos dentro, y no fuera. ¿Qué opina del trato que el gobierno australiano -o Occidente, en general- da a los refugiados e inmigrantes?

-Mis antepasados emigraron a África en el siglo XVII sin pedir permiso a los nativos. Hoy vivo en Australia. La Australia moderna fue construida por europeos que llegaron sin pedir permiso a los nativos. Yo mismo emigré de África a Australia en el 2002, con el permiso si no de los nativos al menos de las autoridades. Por tanto, llevo la inmigración en la sangre, por así decirlo. Soy muy consciente de lo afortunado que soy – pensando en mí mismo como un personaje histórico a través de los siglos – de poder vivir más o menos donde quiero. Uso la palabra ‘afortunado’ con toda la intención. Podría fácilmente ser uno de esas decenas de miles de emigrantes que han intentado en vano llegar a Australia, uno de los millones que han intentado sin conseguirlo entrar a Europa, por no hablar de los muchos que han muerto en el camino. ¿Qué voy a pensar de los funcionarios, australianos u occidentales en general, que se esfuerzan en hacer, a través de una política deliberada, la vida de los refugiados tan miserable como sea posible? Creo que su conducta es inhumana, tan inhumana como la conducta de los electores que los respaldan.

Fuente: Diario La Vanguardia