En el corazón del Vaticano, donde cada piedra resuena con siglos de fe y poder, 133 cardenales de los cinco continentes comienzan este miércoles uno de los rituales más cerrados y enigmáticos del mundo: el cónclave.
Estos hombres vestidos de púrpura se encierran en la Capilla Sixtina no solo para elegir un nuevo pontífice, sino para decidir, de manera indirecta, qué rostro tendrá la Iglesia católica en las próximas décadas.
La elección papal de 2025 no es una más. Tras la muerte del papa Francisco el mes pasado, a los 88 años, queda un legado lleno de contrastes: una Iglesia con más diversidad, sí, pero también más fracturada.
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En las reuniones previas iniciadas el 28 de abril, los discursos de más de 50 cardenales dejaron en claro que hay más preguntas que certezas. Como resumió el arzobispo de Yakarta, Ignatius Suharyo Hardjoatmodjo, al llegar el lunes a Roma: “Hemos escuchado muchas voces; no es fácil sacar conclusiones”.
Esta es, según analistas vaticanos, la mayor y quizás más impredecible elección papal de la historia moderna. Un reflejo de ello es que muchos de los cardenales con derecho a voto nunca antes habían trabajado juntos, debido a que Francisco, fiel a su estilo descentralizado, evitó convocar consistorios plenarios.
El desconocimiento mutuo complica los consensos. Y sin consensos, el Espíritu Santo, aunque inspire, no decide: son los hombres quienes deben votar, debatir y, finalmente, acordar.
Normas estrictas
La jornada del martes fue la última en la que los cardenales pudieron respirar el aire libre de Roma. Ahora están confinados en la residencia de Casa Santa Marta, aislados del mundo exterior. Ahí se entregaron sus teléfonos móviles, se sellaron ventanas y se sortearon las habitaciones.
Una vez cruzado el umbral, la única manera de salir será cuando el humo blanco ascienda desde la chimenea de la Sixtina. Y si algún participante viola el juramento de secreto, el castigo no es menor: la excomunión latae sententiae, inmediata y automática. El silencio, aquí, no es una virtud: es ley.
La presión del tiempo también pesa. Aunque no hay una fecha límite, la mayoría de los participantes coinciden en que el proceso debe ser breve. Muchos creen que el nuevo papa será elegido antes del domingo. Ese alguien deberá no solo liderar, sino sanar. Porque si algo está claro, es que el futuro pontífice tendrá que recomponer una Iglesia dividida por ideologías, geografías y heridas aún abiertas, como los abusos sexuales del clero.
Los favoritos
En la quiniela de los papables, las apuestas fluctúan cada hora. Robert Prevost, cardenal estadounidense de perfil moderado, ha ganado terreno en los últimos días. Otros nombres incluyen al reformista filipino Luis Antonio Tagle, a Pietro Parolin, diplomático estelar aunque tachado de gris, y al canadiense Michael Czerny, defensor de los migrantes.
Del lado conservador, suenan con fuerza figuras como Robert Sarah, el severo cardenal guineano crítico de Francisco, y el húngaro Péter Erdő. Aunque, como dice la sabiduría vaticana: “El que entra al cónclave como papa, sale cardenal”.
Y mientras los pasillos de Santa Marta se llenan de murmullo contenido y pasos medidos, hay espacio también para lo humano, lo mundano y lo anecdótico. Como el cardenal que confundió el minibar con un servicio gratuito y terminó ofreciendo rondas que luego pesaron en la factura.
O como el español Santos Abril, apasionado del tenis y estratega de la interrupción oportuna para evitar perder un set. Son guiños de comedia en un drama milenario, como si Paolo Sorrentino estuviera esbozando ya su próximo guion.
Detrás de cada detalle —la elección de las habitaciones por sorteo, las 80 cerraduras colocadas en cada acceso, la supervisión estricta de monjas y técnicos— hay una coreografía diseñada no solo para garantizar la seguridad, sino la pureza del proceso.
Todos, desde cocineros hasta médicos, han prestado juramento ante el cardenal camarlengo Kevin Farrell. Porque en estos días, cualquier filtración puede no solo enturbiar la elección, sino acarrear consecuencias espirituales de primer orden.
De fondo, persiste la tensión simbólica: ¿permanecerá el nuevo papa en la modesta Casa Santa Marta como hizo Francisco, o volverá al palacio apostólico que tantos ven como la sede “legítima”?
Fuente: National Geographic