¿Cómo se gestó la publicación de "En agosto nos vemos"?, la novela que Gabriel García Márquez quiso destruir y que acaba de salir a la venta.
Es una novela corta, de 122 páginas, que sigue a Ana Magdalena Bach, una mujer de mediana edad que ha estado felizmente casada por 27 años y no tiene razones para querer escapar de la vida que ha construido. Sin embargo, cada agosto viaja a visitar la tumba de su madre en una isla y por una noche se convierte en una persona distinta.
Gabriel García Márquez trabajó larga e intensamente en ella, pero el proceso se vio interrumpido por el deterioro de su memoria. En los años antes de morir, él mismo la descartó. “Este libro no funciona. Hay que destruirlo”, dejó dicho.
Sin embargo, sus hijos Rodrigo y Gonzalo decidieron rescatarla del archivo de la Universidad de Texas en Austin y publicarla cuando se acerca el décimo aniversario de la muerte del escritor.
Sobre este tema el Diario Clarín presentó la siguiente nota:
Hay en esta nueva y breve joya de la literatura universal, En agosto nos vemos, de Gabriel García Márquez, seis capítulos y setenta páginas, una visión renovada del amor en los hombros de una mujer, Ana Magdalena Bach, la protagonista que tiene 46 años, 27 años de casada con un hombre que “amaba y que la amaba”, y fue al altar sin culminar sus estudios de Artes y Letras, siendo virgen y sin tener novios anteriores.
Madre de dos hijos: un joven de 22 años, primer cello de la orquesta sinfónica nacional, y Micaela, de 18 años, que deseaba ser monja de la orden de las Carmelitas Descalzas. Un aparente matrimonio donde todo parecía fluir es lo que lleva a crear en el autor la singular paradoja de que “nada se parece más al infierno que un matrimonio feliz”.
La protagonista diseña su propio destino, su paraíso efímero, cada 16 de agosto, al llevar un ramo de gladiolos frescos a la tumba de su madre enterrada en un cementerio de una isla del Caribe descrita como un “pueblo indigente con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas”.
Un paisaje que por instantes podría ser Cartagena de Indias, en donde hay un caserío pobre de pescadores mutilados por pescar con dinamita (La Boquilla), en donde hay niños desnudos, una laguna sembrada de cocoteros, con garzas, iguanas, cerdos, vendedores ambulantes, una avenida con palmeras reales, playas extensas y hoteles de turismo. Sólo sabemos que en ese lugar nació una poeta y un senador grandilocuente que estuvo a punto de ser presidente de la república, tal como lo precisa el autor.
Esta mujer es diametralmente opuesta al destino de las mujeres en las obras anteriores de García Márquez, que viven los límites opresivos y dramáticos de una sociedad machista y patriarcal. Ana Magdalena Bach, su nombre es evidentemente un homenaje a la música universal. Es una mujer culta, ilustrada, amante de la literatura y la música clásica, pero también del bolero.
Una mujer de cabellos indios hasta los hombros, cuyos “ojos de topacio eran hermosos con sus oscuros párpados portugueses”, nos evoca la descripción de la mujer de su cuento “El avión de la bella durmiente”. Tiene los “senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos” y se unta gotas de perfume Maderas de Oriente en el lóbulo de cada oreja. No se parece en nada a Úrsula Iguarán (de Cien años de soledad), que maneja los hilos del orden y el destino de la estirpe, mientras los hombres cumplen el desvarío de pelear en la guerra, ir al burdel, seguir los pasos del circo o matarse por falta de amor.
Tampoco se parece a Remedios la Bella (de Cien años...), cuya soledad y santidad alejada de los hombres, provoca muertes y catástrofes en quienes la pretenden. Es el reverso del alma de Ángela Vicario (de Crónica de una muerte anunciada), víctima de amar antes de ir al altar, en una sociedad atroz del siglo pasado en el Caribe, que lavaba con sangre el honor de la virginidad mancillada. No es Pilar Ternera y Petra Cotes (Cien años), matronas del placer, a quienes jamás les importó el juicio de doble moral de una sociedad envilecida. No es Fermina Daza (de El amor en los tiempos del cólera), entre dos amores, que esperó enviudar para cumplir los designios del corazón. Lo autobiográfico está presente siempre en toda la creación y construcción del carácter del personaje en García Márquez.
La madre de Ana Magdalena, de ancestros musicales, era una reconocida maestra de primaria en el Montessori, al igual que la profesora Rosa Elena Fergusson, quien enseñó a leer y escribir al autor y lo inició en el encanto de la poesía al recitarle de memoria poemas del Siglo de Oro español, cuando era un niño en Aracataca. De su madre, que decide ser enterrada en ese lugar pobre, Ana Magdalena heredó además del brillo de sus ojos dorados, “la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para manejar el temple de su carácter”.
Esta mujer encarna el tránsito de la vieja y anacrónica visión del amor en una sociedad patriarcal y machista en la que hay mujeres sometidas y silenciadas en el rezago latinoamericano, y nos revela el amor sin prejuicios de la mujer independiente, liberada y dueña de su destino en el siglo XXI. En esta novela García Márquez descifra con clarividencia contemporánea las nuevas tensiones interiores del alma femenina, los cataclismos existenciales y emocionales, en contraste paradójico con una aparente y feliz vida conyugal.
El amor con su anverso y reverso, el amor más allá de la soledad y el laberinto del poder, el amor, la soledad y la muerte, tres grandes obsesiones en sus novelas como El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios, Crónica de una muerte anunciada, y en sus cuentos “María Dos Prazeres” y “Un rastro de tu sangre en la nieve”. Y esta vez desde otra perspectiva narrativa, la soledad, el amor y la muerte en En agosto nos vemos.
Lo que parece un azar es un lazo del destino. García Márquez elige un viernes 16 de agosto, mes de calores y aguaceros inesperados, de augurios y espantos, para iniciar la metamorfosis emocional de Ana Magdalena, fecha elegida al azar, sin presentir que su musa esencial, Mercedes Barcha, una de las mujeres fundamentales de su vida y obra, luego de más de medio siglo de matrimonio, partiría el 15 de agosto de 2020.
Es como si en un día de un agosto distante y diferente en el tiempo, trascurriría la trama delirante de otra historia de amor, en la que el azar delinearía un horizonte imprevisible de pasiones entre las 3 de la tarde del 16 de agosto y las 9 de la mañana del día siguiente, antes de subirse al transbordador. García Márquez decía en público y privado que él, como todo escritor, tenía tres vidas, una vida secreta, pública y privada, pero que en las tres gravitaban siempre, como presencia ineludible, las mujeres. En su vida y en su propia obra.
Hasta 1937 vivió en la casa grande de sus abuelos en Aracataca, junto a su abuela Tranquilina Iguarán y el abuelo coronel Nicolás Márquez Mejía, y once mujeres más, entre tías y parientes, y tres indígenas wayuu que vivían en el traspatio de la casa, que es lo único que se conserva intacto en su casa natal, bajo la vieja sombra de un árbol enorme de barbas flotantes que acarician el piano.
De esa infancia no solo proviene Cien años de soledad, su novela clásica, sino toda su escritura, en la que desde niño las mujeres de la casa y el pueblo fueron personajes de carne y hueso para sus cuentos y novelas. “Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar se la debo en realidad a las mujeres de la familia y a las muchas de la servidumbre que pastorearon mi infancia” confiesa en sus memorias, Vivir para contarla. “Eran de carácter fuerte y corazón tierno, y me trataban con la naturalidad del paraíso terrenal. Entre las muchas que recuerdo, Lucía fue la única que me sorprendió con su malicia pueril, cuando me llevó al callejón de los sapos y se alzó la bata hasta la cintura para mostrarme su pelambre cobriza y desgreñada”.
Evoca también a Trinidad, de trece años, hija de alguien que trabajaba en su casa, que en una noche de música de banda lo sacó a bailar y le dejó para siempre la huella de su tacto con la conmoción de su olor de animal de monte en cada pulgada de su piel. García Márquez conoció y descifró el alma de su esposa Mercedes y las de mujeres de todos tiempos: conoció la desolación y la esperanza de las muchachitas que se acostaban por hambre en el viejo burdel de Barranquilla, en el edificio El Rascacielos donde convivió y compartió con prostitutas, en el Niño de Oro de Cartagena, y en los burdeles de Sucre, y las mujeres del mundo con otro poder más allá del oro, mujeres presentes e intangibles como Virginia Woolf, a quien evoca en el final de su novela póstuma, en tiempo presente, por medio del apocalipsis de todo esplendor en las manos perfumadas de la señorita Dalloway y en las cenizas de la madre de Ana Magdalena Bach.
En toda esta novela hay referencias a libros y autores y obras musicales: Ana Magdalena Bach lee Drácula de Bram Stoker, en el primer agosto, y continúa con El extranjero de Camus, El viejo y el mar de Hemingway, El lazarillo de Tormes, la Antología de cuentos fantásticos de Borges y Bioy Casares, Crónicas marcianas de Ray Bradbury, Daniel Defoe, El día de los trífidos de John Wyndham, y escucha frente al primer seducido el Claro de Luna de Debussy, y escucha en próximos agostos: a Dvorak, Mozart, Schubert, Béla Bartók, Chaikovski, Aaron Copland y Celia Cruz, entre otros.
La novela tiene la sutileza de un embrujo adictivo al ritmo sensual de la música, a sorbos de ginebra y brandy. “El mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra”, describe el autor. En la intimidad de la habitación 203 ella abrió la puerta desde adentro de su alma y cumplió su deseo: “No le dejó ninguna iniciativa. Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron perplejos y exhaustos en una sopa de sudor”. Ese primer capítulo es un cuento perfecto y la secuencia general son seis narraciones enlazadas en la que Ana Magdalena Bach inicia una nueva búsqueda de su propia libertad individual y sexual.
En una ocasión en privado el autor de En agosto... nos confesó que deseaba escribir novelas de amor, en donde sus protagonistas otoñales y en plena madurez pudieran vivir la felicidad del amor como si vivieran una renovada primavera. El ritmo de la prosa poética fluye cuando describe instantes como “el aleteo de mariposas dentro del pecho se le volvió insoportable con la sola idea de tener al hombre de su vida hasta el amanecer”.
En la novela desnudó el espíritu de hombres machistas como Aquiles Coronado, amante de Los Panchos, que desahogaba su pasión de adolescencia por Ana Magdalena Bach, haciendo el amor con su esposa en la oscuridad, y pensando en la mujer culta y sensible que era Ana Magdalena, pensamiento en la intimidad con su mujer que lo hacía feliz.
En esencia, Gabriel García Márquez fue siempre un alquimista de las historias íntimas y buscaba que sus lectores inventaran y reinventaran la huidiza y misteriosa felicidad del amor, sin ataduras. Batalló hasta el final con los lugares comunes, y fue más allá de la novedad vivencial de ese primer capítulo que genera un verdadero cataclismo en la vida de la protagonista. No se trataba de alargar y repetir encuentros con diversos amantes fugaces, sino confrontar las tensiones que palpitaran en su espíritu.
Así que, en estos seis capítulos el autor reescribió como quien pule una piedra preciosa y alcanzó una breve obra maestra de la literatura, intuyendo que no todo estaba resuelto en los encuentros corporales y sexuales de Ana Magdalena Bach, que elige y no se deja seducir por hombres machistas o patriarcales, sino que profundiza en los intersticios y misterios de una feliz vida conyugal, y nos revela silencios cifrados del deseo no siempre alcanzado.
Diario Clarín Argentina