En algunos de los países más ricos del mundo, el coronavirus se ha convertido en el virus de los pobres. Es el caso de los países del Golfo Pérsico: Qatar, Kuwait y Arabia Saudí, y también el de Singapur.
Se trata de naciones con una de las rentas per cápita más altas del mundo, pero también donde hay más desigualdades y por tanto más personas vulnerables a una crisis. En estos países, la pandemia del Covid-19 acarrea un perjuicio económico para algunos; para muchos otros, es una cuestión de vida o muerte.
El mejor ejemplo de esta paradoja es Singapur, que a pesar de su pequeño tamaño (es poco más grande que Menorca), alberga dos mundos completamente distintos. En la ciudad, los afortunados locales o quienes pueden permitirse el lujo de vivir en alguno de sus barrios ultramodernos e inmaculadamente limpios, apenas han notado el impacto del coronavirus. En los vagones del MRT, el sistema de transporte, casi nadie siente la necesidad de protegerse con mascarilla a pesar de que la tasa de infección del país es la más alta de Asia: todos saben que casi todos los 34.000 casos de Covid-19 afectan a los trabajadores extranjeros más pobres, los temporeros indios, nepalíes o bangladeshíes que suman 350.000 solamente en el sector de la construcción y que viven hacinados en poblados de contáiners habilitados como dormitorios.
Los problemas del estado-burbuja
Cada día se detectan entre 500 y 700 casos nuevos entre este colectivo, pero fuera de los barracones y poblados de albañiles, el número de nuevos infectados diarios nunca llega a los dos dígitos. Por eso, mientras que en el impoluto “skytrain” los pasajeros leen con preocupación que la economía nacional puede entrar en recesión, en los pabellones prefabricados que se extienden al nivel del suelo y no lejos de allí, la mayor preocupación de los trabajadores inmigrantes es saber si podrán salir con vida de esta pandemia. Singapur, un verdadero estado-burbuja contenido en sí mismo, es una obra maestra del capitalismo y la tecnología, la versión más acabada del progreso basado en el comercio y el sentido práctico que se sostiene gracias a otra burbuja, ésta interior y menos visible, donde malviven un ejército de peones que hacen posible esta deslumbrante excepción.
Para intentar minimizar el daño en su capital humano, el pragmático gobierno de Singapur ha diseñado una estrategia basada en reincorporar a los trabajadores de sectores como la construcción de manera progresiva, a razón de unos 30.000 semanales, así como evitar el contacto entre albañiles de diversos proyectos, de manera que si se detecta un caso del virus pueda contenerse rápidamente.
Qatar, otro país donde hasta la geografía parece querer separarlo del resto del mundo, se enfrenta a una situación parecida. Sin embargo, allí, los tradicionalmente dóciles inmigrantes han llegado al extremo de manifestarse y cortar carreteras para llamar la atención sobre el abandono que sufren. En un país de 2,5 millones de habitantes, solo unos 200.000 son cataríes. Una (des)proporción que se invierte en el caso de enfermos por coronavirus: casi todos los 53.000 casos detectados hasta ahora son de indios, paquistaníes y africanos que se afanan en levantar obras faraónicas, como los estadios que se están construyendo para el Mundial de Fútbol de 2022.
En Qatar es habitual que los contingentes de trabajadores lleguen a través de agencias de contratación, que muchas veces retienen el pasaporte de los trabajadores para que éstos no puedan abandonar el país fácilmente. Los sueldos, de los que se deducen alojamiento y comida, se retienen durante meses y se envían casi íntegramente a las familias que estos inmigrantes se vieron obligados a abandonar para buscarse la vida.
Entre las sorprendentes medidas del gobierno qatarí para combatir el virus se incluyen multas de 50.000 euros e incluso cárcel por no llevar la mascarilla en lugares públicos. La inmensa mayoría de los inmigrantes no llegarán a ganar esa cantidad en los “años del Golfo”, como llaman muchos indios a las temporadas que pasan allí trabajando. El pujante sector de la construcción se ha visto ralentizado en Qatar, dejando sin trabajo súbitamente a 9.000 trabajadores que raramente mantienen consigo el dinero que ganan y prefieren enviar a sus familias, de manera que muchos de ellos están atrapados en el país sin dinero suficiente para regresar a su patria. Un diario de Sri Lanka publicaba hace poco la carta de uno de estos inmigrantes, que se ofrecía a “mantener una cuarentena de tres meses si es preciso” a cambio de que le dejasen regresar a su país. Paradójicamente la aerolínea Qatar Airways regalaba hace poco 100.000 billetes de avión gratuitos a personal médico de todo el mundo, “en agradecimiento a su increíble trabajo”.
La 'amnistía prometida' de Kuwait
Kuwait, por su parte, prometió una “amnistía” para los “sin papeles” justo antes de que estallase la crisis del Covid-19. Pero cuando las autoridades decidieron, como muchos otros países, aislar el país para limitar los contagios, la situación pilló por sorpresa a 25.000 trabajadores que esperaban a legalizar su situación viviendo en tiendas de campaña en pleno desierto. A día de hoy, la mayoría de ellos sigue esperando a que alguno de los buques enviados por la Armada india o algún buque mercante en escala se apiade de ellos y les saque de un lugar donde cada día es más difícil conseguir agua o comida y es más fácil contraer el virus.
De los más de 25.000 kuwaitíes –o, mejor dicho, habitantes de Kuwait- que han sido diagnosticados con el coronavirus, poco más de 100 tienen la nacionalidad de un país que desde hace décadas basa su crecimiento en el uso de mano de obra extranjera, barata y fácilmente reemplazable. Hace una semana, el gobierno cedió a las quejas de los kuwaitíes que se resistían a pasar en casa el Eid el Fitr, la celebración festiva del final del Ramadán. Muchos de ellos optaron por viajar a otros países como Tailandia, donde todos y cada uno de los nuevos casos detectados el 29 de mayo fueron de kuwaitíes llegados al país para pasar sus vacaciones.
Las 'pequeñas indias'
Mientras medio mundo se pregunta si los confinamientos, las medidas obligatorias de prevención y las limitaciones en la libertad de movimiento son efecto de la pandemia o tienen detrás razones políticas, millones de trabajadores pobres en países ricos se encuentran con que sus condiciones de vida no cambiaron mucho al emigrar: en los inmensos poblados, llamados a veces “pequeñas Indias”, que se extienden como satélites planos alrededor de las torres de acero y cristal de Kuwait, Qatar o Singapur, los temporeros deben soportar condiciones casi infrahumanas que no se diferencian mucho de lo que dejaron atrás: dormitorios comunales sin aire acondicionado ni ventilación, cuartos de baño para 80 personas, ratas y cucarachas.
Para muchos de ellos, el mejor momento del día llega al atardecer, cuando el calor del desierto les da un respiro y salen a pasear, en grupos, junto a las cunetas de autopistas casi vacías que conducen a un espejismo de rascacielos y luces. Al caer la noche deben regresar al poblado para el recuento, los análisis, la espera.