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Un nuevo libro reúne las anécdotas de los cocineros de Fidel Castro, Saddam Hussein, Pol Pot y otros dictadores del siglo XX. Entre sus historias se cuelan los platos favoritos de sus jefes.

Mientras atendía reuniones con representantes de gobiernos extranjeros, revisaba temas con sus ministros o visitaba distintos lugares de Cuba, Fidel Castro tenía una afición que no muchos en su círculo cercano conocían: el helado. Tanto así, que sus chefs tenían que tenerlo disponible siempre para que él pudiera comérselo en el momento que lo deseara. Y todas las noches, sin falta, acompañaba su cena con al menos diez cucharadas.

En general, cuenta Erasmo Hernández, uno de sus cocineros de cabecera, Castro amaba la leche y sus derivados, como el queso o el yogur. Y por eso muy pocas veces comía carne: prefería que las vacas produjeran leche.

Es más, siempre mostraba con orgullo la res cubana, conocida como ubre blanca, que podía producir cuatro veces más leche que una vaca normal. El único lío era que debido al hambre que pasaba gran parte de su pueblo, muchos preferían matarlas a escondidas –el sacrificio de reses estaba prohibido– para comer carne, con lo que el número de cabezas de ganado se redujo.

Esa y otras historias similares componen el libro How to Feed a Dictator (Cómo alimentar a un dictador), del periodista polaco Witold Szablowski, que salió este mes en el Reino Unido. Se trata de una investigación de cuatro años en la que el autor habló directamente con los chefs de cinco de los dictadores más poderosos del siglo XX para determinar cómo se alimentaban y reunir sus excentricidades culinarias. Por eso, más que un libro de cocina, es un compendio de historias y anécdotas narradas por esos colaboradores.

Allí queda claro que los déspotas consideraban a sus chefs empleados de primer nivel. Y no era para menos: como tenían múltiples enemigos y a algunos habían intentado envenenarlos, quienes prepararan sus alimentos debían ser personas de total confianza.

Por eso, a casi todos los llenaban de regalos y de premios excéntricos. Sadam Husein, por ejemplo, quien gobernó Irak con mano de hierro durante 24 años, le daba un carro nuevo cada año a Abu Ali, su cocinero jefe. Mientras que Idi Amin Dada, el tirano que gobernó Uganda en los años setenta, le triplicó el salario a Otonde Odera cuando los miembros de una delegación inglesa dijeron que su comida “parecía hecha por un chef blanco”. También le consiguió tres esposas y pagó sus matrimonios.

Enver Hoxha y su diabetes 

Aun así, muchos de ellos vivían con miedo. El cocinero de Enver Hoxha, el primer ministro comunista que gobernó Albania entre 1944 y 1985, por ejemplo, no quiso dar su nombre por miedo a posibles represalias. Sin embargo, contó que el régimen mandaba vigilantes a las cocinas y a las granjas de donde provenían los víveres del dictador.

Además, como Hoxha era diabético, sus médicos le prohibían los dulces y solo le permitían ingerir 1.500 calorías al día. Cualquier desfase en esa dieta podía significar una sentencia de muerte. Por eso, les tocaba ser muy estrictos con la dieta, a pesar de lo que dijera el dictador. 

Debido a esas restricciones, Hoxha se la pasaba de mal humor. “Vivíamos con miedo constante y temíamos que algún día se levantara bravo y nos enviara a un campo de concentración”, cuenta el cocinero anónimo.

Sadam Husein

Algo similar pasaba con el chef Ali. A pesar de su cercanía con Sadam Husein, este tenía un empleado encargado de probar la comida que le servían para evitar envenenamientos.

Eso nunca le representó un problema, pero sí recuerda que el tirano lo llamó a la oficina un par de veces y le pidió que le devolviera un día de salario porque la comida le había quedado salada. Pero más allá de eso, nunca lo trato mal. 

Vivió el mayor susto, sin embargo, cuando Husein decidió preparar él mismo unos kebabs para sus empleados, pero se le fue la mano en el picante. Ali, en chiste, dijo que si a él le hubiera pasado lo mismo le hubieran pateado el trasero. Pero en vez de risas, el dictador le preguntó, enfadado, si no le había gustado su comida. Cuando Ali ya pensaba que lo iban a matar, el tirano soltó una carcajada y le dio unas palmaditas en el hombro.

Idi Amin Dada

En el caso del chef Odera, el susto vino por culpa del hijo de Idi Amin Dada. Una vez, luego de prepararle un postre, el pequeño comenzó a sentir un fuerte dolor de estómago y gritó que lo habían envenenado.

Amin, furioso, sacó su arma y apuntó a la cabeza del cocinero, quien sabía que su jefe no se andaba con rodeos: para esa época ya era famoso por ordenar la masacre de millones de personas. Pero justo en ese momento, un médico revisó al muchacho y descubrió que solo tenía gases.

Fidel Castro y las anguilas

Hernández, el cocinero de Castro, no vivió episodios macabros, pero sí recuerda que uno de sus compañeros tuvo un susto similar. Un día le tocó recorrer la isla en busca de anguilas, pues el comandante estaba antojado de una ensalada con ese pescado para el almuerzo.

Casi no encuentra y hacia el final de la tarde, cuando ya pensaba en una excusa, apareció un pescador que sabía dónde las podía encontrar. Él mismo fue, las pescó y esa noche trasnochó preparando el plato.

Excentricidades aparte, los dictadores tenían un gusto muy específico. A Castro, además del helado, le gustaba desayunar huevos de codorniz y comer sopa de verduras.

Husein, por su parte, tenía una afición especial por los kebabs y por el tikka, un plato de la India de pollo marinado con diversas especias. Pero en su dieta tampoco podía faltar la sopa de pescado preparada con almendras y el pescado al horno. Amin, en cambio, amaba la cabra asada servida completa (sin descuartizar) a la mesa.

Pol Pot y su cocinera enamorada

Un caso aparte es el del dictador camboyano Pol Pot. A pesar de su frecuente retórica antiimperialista, para las reuniones prefería hamburguesa con papas fritas marca Pringles y Coca-Cola o whisky Johnny Walker.

Lo más interesante de su historia culinaria, sin embargo, es que a pesar de que hoy muchos lo recuerdan como un genocida, su cocinera de cabecera, Yong Moeun, lo recuerda como un “idealista” y acepta sin reparos que siempre estuvo enamorada de él.

Algo parecido les pasa a muchos de los cocineros del libro, que sin llegar al extremo de enamorarse confiesan que aún admiran a sus antiguos jefes. A algunos les puede sonar extraño, pero en este caso aplica en ambas vías el dicho que dice que el amor entra por la boca.

Fuente: Revista Semana / Colombia 

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