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Lance Armstrong aparece con su película que lo muestra a fondo

El engaño del siglo: La película de Lance Armstrong. Esta versión sobria y matizada de la vida del ciclista retrata el ascenso y caída de una figura consumida por el deseo de triunfo. 

Lo que queda patente tras ver esta película es la soledad de los ganadores. Incluso de los ganadores que primero ganan y luego no porque les quitan los premios que se ganaron haciendo trampa. Son solos porque lo que ganan con ganar es eso: ser más que quienes los rodean, estar separados de ellos, encima de ellos, más cerca del cielo que son ellos mismos.

El director inglés Stephen Frears ya había examinado humana y agudamente a un personaje muy público (la reina de Inglaterra, en La reina) y acá hace lo propio. Es una tarea difícil esa de aproximarse a gente que ha salido tanto en las noticias por ser tan familiares y por su tendencia a ser imanes de lugares comunes que, amplificados por música de violines, parecen suficientes para explicarlos.

Este no es el caso. Aunque el ciclista Lance Armstrong, interpretado con un parecido asombroso por Ben Foster, aparece casi en todos los momentos de la película, sigue teniendo algo misterioso, como si encarnara, más que una persona, a todo un cúmulo de motivaciones sociales que andan en el aire atormentándonos a todos, pero que se apoderan plenamente de unos pocos —¿afortunados? ¿Infortunados? Es difícil decirlo—.

“¿Qué se requiere para ganar?”, es la pregunta que El engaño del siglo se hace repetidas veces y que termina contestándose con un simple “querer hacerlo sin que nada más importe”. Y ese “nada más”, claro, incluye hasta la humanidad misma de ese tipo que no puede ver más allá de ser el número uno.

Es una película sobria por lo que el título en español resulta especialmente mal elegido. No, no se trata del engaño más grande del siglo. Eso es lo que tiene de terrible y de preocupante. Su título inglés, mucho más sobrio (El programa) deja claro que las trampas y la presión para ganar no tienen nada fuera de lo común.

Si hay algo extrardinario en el caso de Armstrong es haber sido especialmente exitoso en el sentido de que logró salirse con la suya cerca de una década (Armstrong ganó los Tours de Francia entre 1999 y 2005, dopándose todo el tiempo) y que se trata de un personaje que logró convertir su fama ciclística en una máquina de hacer dinero para su fundación que apoya la investigación médica sobre cáncer.

En esto la película también es matizada y muestra cómo la enfermedad que sufrió al comienzo de su carrera, y que impulsó su campaña Live Strong y su fundación, terminó sirviéndole como un escudo protector que le impedía a medios y organizaciones deportivas hacerle preguntas difíciles sobre su extraordinario desempeño.

En la vida real Armstrong tuvo hijos y romances, amigos famosos y bienhechores, pero nada de eso aparece en la película. Acá lo que queda es una figura devorada por la ambición, bizqueando, sin sentido del humor, mal perdedor, un evangelizador de la iglesia de la voluntad y del apetito desbocado e insaciable, una iglesia que no reconoce ningún valor —ni el honor, ni el cariño, ni la solidaridad— aparte del triunfo. En síntesis, un monstruo contemporáneo. 

Título original: The Program

País: Estados Unidos

Director: Stephen Frears

Guion: John Hodge, basado en el libro de David Walsh

Actores: Ben Foster, Chris O’Dowd, Guillaume Canet

Duración: 103 min

Fuente: Revista Semana